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47. HOMBRES III

















Y AÚN HABLAN DE LA GUERRA CIVIL
 
“¡Qué horrible es la guerra,

-murmuró, terminando, el anciano su charla,

de sobriedad épica,

con las frases a tajo cortadas-.

La guerra, pillaje sin ley y sin freno,

que incendia y que roba, que hiere y que mata

con placer voluptuoso de sangre.

Heridos que sangran,

doncellas sin honra,

trigales que granan entre amapolas, pequeños y ralos,

y la hoz no aguardan.

Los mozos que parten

y madres que lloran las continuas lágrimas”.





Unas con mantones,

las otras con capas,

envolviendo los viejos las carnes…

Los mozos miraron

a las mozas con ojos en ascuas

-mirada tranquila, sabrosa y roncera,

como una caricia de casta esperanza-

y entrevieron el fruto divino

que en los ramos de amor maduraban

para ellos, para ellos…

Al salir se taparon la cara,

del cierzo, que helado crujía en la vega,

flagelando feroz secas ramas.


Y se fueron todos

por la callejuela torcida y callada.


Las mujeres cerraron las puertas,

echando cerrojos y aldabas.

Los mozos miraron los bueyes,

que tumbados los yeros rumiaban

con placer voluptuoso y tranquilo

al compás de la testa cargada.

Echaron un pienso a las mulas,

y vieron también la tenada

silenciosa, hundida

en la noche de luna de plata,

que algún tintineo

de la blanca cancina turbaba.


La aldea dormía

bajo resplandores de la noche clara.


¡Qué hermosa la paz de los campos!

¡Qué dulce la paz de las almas!

¡Qué ricos los pueblos que duermen

entre vahos calientes de vacas

y el olor de la troj rebosante,

y el perfume del vino que salta,

y el amor de los mozos garridos,

y los lindos rubores de doncellas castas

en un clima de fe que redime,

y en sus vuelos las almas levanta!


Unos estampidos…

El valle se asusta. La aldea se espanta.

La paz de la noche tranquila

se rasga,

como un manto de seda y de perlas,

que un perro mordiera con rabia.


Los plomos arrecian;

ya parece infernal granizada,

que pare una nube parduzca y siniestra,

y en alas del ábrego sañudo cabalga.


La aldea despierta.

Antón ha subido a tocar la campana

y repiquetea nervioso y con fiebre.

Llora el campanario. Se agitan tremendas las casas.

Titilan las luces detrás de los vidrios.



El tio Chiquilón de su arca,
 
ha sacado un trabuco mohoso.

Lupercio sacó la navaja,

larga como un sable,

con que a los raposos desgarró la entraña.

Gregorio una reja,

con filo cortante de espada,

que forjó Serapión en el yunque

con brazo robusto, cíclope de fragua.

Tras él va corriendo

Amancio, de mozos la cifra y la gala,

el que sabe de surcos muy rectos,

como estelas de amor y esperanza;

que sabe de coplas,

que se cuelgan en una ventana,

como flores divinas,

donde anida el amor y sus gracias.


En un punto la aldea se enciende,

es broncíneo brasero de plaza.


Ludivina ruge

y se mesa el cabello alocada,

maldiciendo la guerra, ya lívida,

presagiando su negra desgracia.


Ya los resplandores envuelven la aldea,

ya los fusileros llegan a las tapias.

Se oyen las blasfemias, suenan las descargas.

Una nube de humo

envuelve los huertos, las calles, la plaza.

En el campanario,

en la zona limpia, lloran las campanas.

Arden los heniles,

con blancuzca llama;

en el tibio establo

mugen unas vacas;

aúllan los perros,

los corderos balan.

Los ayer son dardos,

las voces son llamas.

Lupercio, y Gregorio, y Amancio

cerraron sus ojos,

su sangre los baña.

Cayeron los hombres honrados y buenos…

La guerra triunfante adelanta,

de lívidas carnes,

sus ojos en brasas,

encrespados sus ojos desnudos,

respirando la muerte su entraña.





En la aldea están ya sus abortos

realizando su empresa nefanda.

Se han roto las puertas,

se allanaron sagradas moradas,

se llevaron las reses más pingües,

se robó lo mejor de las arcas,

se insultó sin piedad a los viejos,

se ultrajó a las esposas honradas

y un infame se fue a Ludivina,

la flor de la aldea más pura y galana.

Pero ella ha podido

huir de sus garras

y, bebiendo la sangre de Amancio,

en el pecho clavó la navaja.


Pasada una hora

volvió la alborada

y no vio más que ruinas y muertos,

dolores e infamias.

¡Maldita la guerra!

¡Maldito quien diga tan negra palabra!
 

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