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58. Por tierras de Castilla




            
POR TIERRAS DE CASTILLA  (II)

Con nostalgia –que  nunca deja de ser un recuerdo inconsciente–, abandonamos la Ducal Pastrana. Seguimos  el lento discurrir del Tajo hasta Almoguera, donde el río se remansa y forma una presa de agua muy azul, como es el cielo en algunos poemas de Juan Ramón Jiménez. Atravesarla en el coche por un estrecho puente, me produjo un gran pavor. (He de confesar que tengo fobia a las aguas profundas. Y esto me ocurre desde hace mucho tiempo. Sufrí una mala experiencia en La Charca de Batres. Al lanzarme en el agua, me ocurrió algo muy extraño. Todo se hizo la más absoluta oscuridad, esa de la que habla S. Kierkegaard. No puedo afirmar cuántas vueltas de campana di dentro del agua sin poder ascender a la superficie. Cuando lo hice, había creado carácter en mi mente el miedo a las aguas profundas. Y todo había ocurrido en un breve espacio de tiempo que, para mí, fue interminable).

Seguimos hasta las Salinas de Imón, de origen romano, llegaron a ser las más productivas de
Salinas de Imón.
España. En el siglo XII, fueron declaradas propiedad de la Corona por Alfonso VII. Imón es una pedanía que apenas tiene una treintena de habitantes. La primera vez que  contemplé sus salinas, creí que se había producido un milagro. No se veía el agua del río –que lleva el nombre de Salado–, como aquel en que perdiera la batalla y la vida Don Rodrigo. Había muchos otros viajeros que contemplaban aquel fenómeno tan extraño en una pequeña explanada del campo de Castilla –que no era el campo de Machado, pero sí, el que  recorrió  Cela–, donde solamente crecían hierbas, juncos, zarzas y matojos. La sal se amontonaba como pequeñas montañas blancas en las que hubiera nevado; y, en las numerosas y grandes cuadrículas, el agua se evaporaba con el calor del estío. Muy cerca, el pequeño pueblito del mismo nombre y una chopera, delante de la cual crecía el césped que acogía los cuerpos cansados de los viajeros que quisieran reponer fuerzas y descansar. Los niños –que en el verano no se cansan–, jugaban al fútbol.

En Imón, el tiempo se hizo sal.
El río invisible se ha filtrado
y deja, en aquel campo, su cristal,
en un beso blanco del Salado...
 
Castillo de Zorita de Canes.
Y continuamos a Zorita de los Canes  –muy cercano a Almonacid y Albalate, los dos de apellido Zorita, también; y a las antiguas ruinas de Recópolis–. Luce las ruinas de su antigua alcazaba andalusí del siglo IX, que se mira en la tranquilidad del Tajo, como una humilde y destartalada Alhambra. En una de sus torres, el viajero encuentra un restaurante, donde saciar la sed y contemplar hermosas vistas panorámicas.  Entramos en el pueblo –fantasma a esas horas de la tarde–, que sestea como unas cuantas vacas lo hacen en un cercano prado. A la entrada, hay una fuente de piedra. Mana un abundante chorro de agua muy fresca. Solo una señora –a quien pesan más los años que los pies,  vestida  toda de negro y su rostro cuarteado por el sol que almacenaba su piel–, nos saluda. Nadie vio llegar a Cela, pero sé que todos recuerdan que estuvo allí, como conocen que Álvar Fáñez conquistó aquella fortaleza. Y fuimos a Recópolis, excepcional fundación visigoda, a orillas del Tajo. Viajamos al pasado, del siglo VI al XVII, que escribió la cultura visigoda, andalusí y cristiana en aquella zona. Y, muy probablemente, los almendros, que no estaban en flor, lleven en sus raíces el sudor de aquellas gentes.
Dejamos que el pueblo siguiera con su plácida siesta y fuimos en busca del pantano de Bolarque, que llena el Tajo y el Guadiela. A principios del siglo XX, tuvo una inauguración real. Este hecho ocurrió en el reinado de Alfonso XIII.
Descendimos un largo y profundo valle, en el que solo el silencio y la vegetación nos acompañan. No encontrábamos el agua. Mi mujer se impacienta, como momentos antes me había dicho mi hijo, preocupado y temeroso: – “Pasa rápido, papi, que está la central nuclear de Zorita. Cierren la ventanillas”. Hoy la central –que llevaba el nombre del canario Cabrera–, duerme el sueño del olvido. Pero no del mío. La primera y única central que he visitado, acompañando a un hermano de La Salle, de la tierra: Emilio Embid, que en paz descanse.

¡Cuánto laberinto
en busca del agua!
Bolarque se esconde
Entre las montañas.
Asciende, desciende,
Profundas gargantas,
Vestidas de verde.
Lejos, calvas pardas,
Planicies extensas
Y se esconde el agua.
Al fin, los pinares–
Guerreros en calma–,
Bordean el lago,
Se duermen las barcas.
Miran nuestros ojos
El azul de plata
Que, virgen, nos muestra
El lago y sus aguas.

Alcocer. En alto, la Catedral de la Alcarria.
Y seguimos a Alcocer. Un pueblo que se mira en los llamados Mares de Castilla. Y el viajero contempla, desde ese balcón natural, el pueblo que asciende hasta un otero. Es la villa el centro del antiguo señorío de la Hoya del Infantado. La Iglesia de la Asunción –estilo de transición al gótico–, nos enseña su torre, señorial y altiva, que es símbolo de la iglesia que llaman la catedral de la Alcarria, sin serlo, aunque bien lo merezca. Es señor su castillo y escriben la historia de sus hazañas las murallas, que ahora contemplan el pantano de Buendía. Una de las puertas de las mismas lleva el nombre de Álvar Fáñez, aquel sobrino del Cid que –dice la leyenda–, conquistó la villa a los árabes. Y es el cantar del Mío Cid quien menciona a Alcocer:


...Y por fin junto a Alcocer Mío Cid ha ido a posar,
en un otero redondo y fuerte van a acampar,
cerca está el Jalón, el agua no se la podrán quitar.
Aquel pueblo de Alcocer piensa Mío Cid tomar.

Y seguimos hasta la histórica villa de Alocén que se asoma al pantano de Entrepeñas, escalonada en una ladera. Es agradable recorrer sus calles y contemplar el azul muy oscuro del agua que rodea pequeñas islas y acoge a los veleros, que muestran sus números en las velas y mansamente  cruzan el lomo en clama del lago. En la plaza del Ayuntamiento, restaurado y coqueto, saciamos la sed de una tarde de estío junto a otros viajeros que ríen y charlan amigablemente.

Y sin más, partimos hacia Sigüenza. La ciudad que toda ella es un museo, donde el monje conquistador, nacido en Aquitania, de nombre Bernardo de Argés,  levantó la Fortaleza Catedral. La ciudad de El Doncel, Don Martín Vázquez de Arce, que murió peleando en Granada.

...Reposas como guerrero
después de dura batalla.
Muy sereno está tu rostro
y tranquila tu mirada.
Cruz de Santiago, en tu pecho
y en tu mano, Biblia Santa.
Manos de ángeles te hicieron–
joya de piedra labrada–,
pues más parece un encaje
la piedra donde descansas.
No cabe más perfección
en tu jubón y en tus calzas,
en el cordón que, en tu pecho,
como de seda, destaca.
En tus manos y en tus venas
y en el descanso de tu alma...

Es también Sigüenza la ciudad de la Alameda que mandó construir un obispo mitrado, de nombre Don Pedro Inocencio Vejarano, para solaz de pobres y vecinos. Y es la ciudad a la que adornan todos los estilos arquitectónicos.

...Asciende la vetusta calle hasta el palacio–
lujoso Parador, hoy restaurado–,
afila sus dientes en los torreones
y mira, orgulloso, por las saeteras.
Angostas, las puertas; y los miradores
te muestran Sigüenza,
que viste de rojo, tejados y piedras,
al caer la tarde soñolienta,
y el azul dibuja,
bella, su silueta.
Pasear estas calles de tu mano
cuando la casa del Doncel
su gótico de siglos
duerme; y, hoy, amada, igual que ayer,
en la Posada del Sol, ser peregrinos.
Escuchar historias de los Arcedianos
al anochecer.
Orar en San Vicente–
su Cristo protogótico nos mira–,
o en la iglesia de Santa María.
Sentir en San Jerónimo, silente,
la paz que solo allí anida.
Pasear los patios de los palacios
y, cuando muera el día en la Alameda,
nuestros cuerpos ya cansados,
la paz del parador que nos espera,
el tiempo detenga en el abrazo.
 
Martín Vázquez de Arce, caballero de Santiago. 
Doncel de Sigüenza. Alabastro. Gótico tardío.

Y fue la voz de la leyenda del Doncel la que se oyó en la catedral para despedirnos. Esa poética luz del cielo y deidad de pálida llama, que espera la llegada del viajero, le da la bienvenida, les enseña los misterios de la catedral y los despide. Se disfraza de águila y hace vibrar las campanas –según esta leyenda popular.

... La protectora sagrada
de la bella catedral–
deidad de pálida llama–,
que vela por la gloriosa
Perpetuidad, te acompaña.
Ella la forma mantiene
brillante como la plata.
A ti, viajero, te escucha;
a ti, turista, te ama.
Pues el pasado te importa,
ve con esta gente santa
y que, en tu regreso, lleves
la voz de Santa Librada.

Y Sigüenza se llevó una virgen de Zurbarán que siempre estuvo en Jadraque, el del Castillo en el otero más perfecto. Su sonrisa es de verdes olivares; sus sueños blancos como el yeso que atesora. Tiene manos de alabastro que tallan algunas gentes del lugar. Su palabra es de miel y de romero; y su gusto, de cabrito en los hostales.

Es guerrera tu sangre y del Henares;
tu voz es de verano, de trigales;
de amor y de ternura, tus sollozos;
y recuerdos de mi amada, tú Jadraque.
 
Son sus montes de jaras y tenía el corazón de Virgen que era su tesoro; pero–desdichas del destino–, por seguridad, se lo arrancaron.

Zurbarán, ¡qué rapto
es tu Inmaculada!
de azul y de blanco,
muy juntas las manos,
baja su mirada.
No quiere mancharla
pues mira hacia abajo
para que los ojos
busquen su mirada.
Muy juntas las manos...
Zurbarán, ¡qué niña
es tu Inmaculada!

Y por Hiendelancina – junto a la sierra del Alto Rey, el pueblo que tiene una gran plaza, y conserva las chimeneas de tiempos pasados cuando sacaban de sus entrañas la plata, y fuera un pueblo importante, que ahora se despuebla–, llegamos a Cogolludo, mi pueblo;  muy cerca del pantano de Alcorlo, que fue un pueblo, en un hermoso valle, que se negó a morir; pero desapareció engullido por las aguas. Hoy las percas nadan por sus calles.

Puente de Cogolludo.
Cogolludo es la noble villa de los Duques de Medinaceli –el tercero en el orden, Gascón de la Cerda, fue el primer Marqués de Cogolludo. Allí construyeron un palacio, de fachada almohadillada –como el de Carlos V, en la ciudad del Darro–, que quisieron comprar los americanos en los años cuarenta. Obra de Lorenzo Vázquez de Segovia, hacia 1498, es uno de los primeros palacios de estilo isabelino que se construyó en España. Invitados por los marqueses de Cogolludo, visitaron el palacio el rey Felipe el Hermoso y Doña Juana la Loca, reyes de Castilla, que estaban en la cercana villa de Jadraque. Y dijo el rey: “Es la estancia más hermosa que he visto en las tierras de España”. ¡Qué orgullo para la villa! Y ¡qué vergüenza sentí yo, cuando, en sexto de bachillerato, leí en el libro de Historia del Arte: “Los vecinos de la villa encierran los toros, durante las fiestas patronales, en el palacio”! Y es verdad porque yo lo vi y viví.
 Los árabes construyeron un castillo, que está en ruinas actualmente, como el convento del Carmen –están reconstruyendo su iglesia, pero para fines distintos–; y ruinas son el antiguo convento de San Francisco, que da nombre al barrio donde nací. La iglesia de Santa María, renacentista, custodia un cuadro de Ribera, que robaron y lo recuperaron cuando iba a atravesar la frontera, camino de Francia. Lo regaló uno de los duques. Al cuadro –preparación de la Crucifixión–, lo llaman “el Capón” porque –según dice la historia–, era el regalo que debía hacer el pueblo al duque, en agradecimiento por el obsequio del cuadro, cada año por Navidad: un capón. En la plaza porticada, del siglo XVI, se encuentra el Ayuntamiento, obra del siglo XVIII; y en el centro, una fuente gótica que ha llorado siempre, enamorada de la mirada del palacio.

Cuando termina el día,
La plaza de La Acacia,
Con amor, nos cobija.
Hay  ambiente en la plaza
Que las fiestas demandan.
En la antigua yesera,
Desaparece el pueblo.
La Soledad espera.
En el camino, llevo
Tu amor y mis recuerdos.

Y allí nací un 4 de enero, nevado y frío; aprendí a leer y a escribir, corrí sus calles, jugué, reí y lloré. Recé en la iglesia y soñé... Y mi pueblo tenía entonces sabor a romería y a choperas y a sauces refrescantes, en la Virgen del Val; y a flor de almendro en las ruinas del convento de San Francisco. Me hablaba con la voz de segadores adiestrados, con trillos de pedernales y con campanas de bronce. Es mi recuerdo de infancia de inocencia, de nieve, de verdes y dorados trigales, de amapolas, de endrinos –cuando supe que los científicos lo llaman acacia bastarda, sentí pena por él–;  de moras, de acacias –estas más nobles: lophantas–, de plantas olorosas, de olmos, de encinas, de chopos y álamos, de la vieja higuera, del horno del tío Chinitas, donde cocía con aliagas la arcilla de sus pucheros y otros cacharros– como él decía–; de amigos, de calma y de la escuela. Conocí a muchas personas de las que aprendí qué significa el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio. la escuela.
Y allí llegó, estando yo en la clase de Don Casto –que era además Procurador y del que aprendí mucho–, un hermano de La Salle –el hermano Benigno–,con sus gafas de seminarista; buena persona; probablemente, madrugador de albas, como lo fue mi padre. Me llevó a Griñón. Y allí conocí a profesores que me hicieron lo que soy. Porque yo los admiraba. Como escribió el cordobés Séneca: Eum elige doctorem, quem magis admireris cum videris, quam cum audieris.  Pensamiento que podríamos traducir: Elige por maestro aquel a quien admires, más por lo que en él vieres que por lo que escuchares de sus labios.

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología









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