POR TIERRAS DE CASTILLA (II)
Con nostalgia
–que nunca deja de ser un recuerdo
inconsciente–, abandonamos la Ducal Pastrana. Seguimos el lento discurrir del Tajo hasta Almoguera, donde el río se remansa y
forma una presa de agua muy azul, como es el cielo en algunos poemas de Juan
Ramón Jiménez. Atravesarla en el coche por un estrecho puente, me produjo un
gran pavor. (He de confesar que tengo fobia a las aguas profundas. Y esto me
ocurre desde hace mucho tiempo. Sufrí una mala experiencia en La Charca de Batres. Al lanzarme en el
agua, me ocurrió algo muy extraño. Todo se hizo la más absoluta oscuridad, esa
de la que habla S. Kierkegaard. No puedo afirmar cuántas vueltas de campana di
dentro del agua sin poder ascender a la superficie. Cuando lo hice, había
creado carácter en mi mente el miedo a las aguas profundas. Y todo había
ocurrido en un breve espacio de tiempo que, para mí, fue interminable).
Seguimos hasta
las Salinas de Imón, de origen
romano, llegaron a ser las más productivas de
España. En el siglo XII, fueron
declaradas propiedad de la Corona por Alfonso VII. Imón es una pedanía que
apenas tiene una treintena de habitantes. La primera vez que contemplé sus salinas, creí que se había
producido un milagro. No se veía el agua del río –que lleva el nombre de
Salado–, como aquel en que perdiera la batalla y la vida Don Rodrigo. Había
muchos otros viajeros que contemplaban aquel fenómeno tan extraño en una
pequeña explanada del campo de Castilla –que no era el campo de Machado, pero
sí, el que recorrió Cela–, donde solamente crecían hierbas, juncos,
zarzas y matojos. La sal se amontonaba como pequeñas montañas blancas en las
que hubiera nevado; y, en las numerosas y grandes cuadrículas, el agua se
evaporaba con el calor del estío. Muy cerca, el pequeño pueblito del mismo
nombre y una chopera, delante de la cual crecía el césped que acogía los
cuerpos cansados de los viajeros que quisieran reponer fuerzas y descansar. Los
niños –que en el verano no se cansan–, jugaban al fútbol.
Salinas de Imón. |
En
Imón, el tiempo se hizo sal.
El
río invisible se ha filtrado
y
deja, en aquel campo, su cristal,
en
un beso blanco del Salado...
Castillo de Zorita de Canes. |
Y continuamos a Zorita de los Canes –muy cercano a Almonacid y Albalate, los dos
de apellido Zorita, también; y a las antiguas ruinas de Recópolis–. Luce las
ruinas de su antigua alcazaba andalusí del siglo IX, que se mira en la
tranquilidad del Tajo, como una humilde y destartalada Alhambra. En una de sus
torres, el viajero encuentra un restaurante, donde saciar la sed y contemplar
hermosas vistas panorámicas. Entramos en
el pueblo –fantasma a esas horas de la tarde–, que sestea como unas cuantas
vacas lo hacen en un cercano prado. A la entrada, hay una fuente de piedra.
Mana un abundante chorro de agua muy fresca. Solo una señora –a quien pesan más
los años que los pies, vestida toda de negro y su rostro cuarteado por el sol
que almacenaba su piel–, nos saluda. Nadie vio llegar a Cela, pero sé que todos
recuerdan que estuvo allí, como conocen que Álvar Fáñez conquistó aquella
fortaleza. Y fuimos a Recópolis, excepcional fundación visigoda, a orillas del
Tajo. Viajamos al pasado, del siglo VI al XVII, que escribió la cultura visigoda,
andalusí y cristiana en aquella zona. Y, muy probablemente, los almendros, que
no estaban en flor, lleven en sus raíces el sudor de aquellas gentes.
Dejamos que el
pueblo siguiera con su plácida siesta y fuimos en busca del pantano de Bolarque, que llena el Tajo y el Guadiela. A
principios del siglo XX, tuvo una inauguración real. Este hecho ocurrió en el
reinado de Alfonso XIII.
Descendimos un
largo y profundo valle, en el que solo el silencio y la vegetación nos acompañan.
No encontrábamos el agua. Mi mujer se impacienta, como momentos antes me había
dicho mi hijo, preocupado y temeroso: – “Pasa rápido, papi, que está la central nuclear de Zorita. Cierren
la ventanillas”. Hoy la central –que llevaba el nombre del canario Cabrera–,
duerme el sueño del olvido. Pero no del mío. La primera y única central que he
visitado, acompañando a un hermano de La Salle, de la tierra: Emilio Embid, que
en paz descanse.
¡Cuánto
laberinto
en
busca del agua!
Bolarque
se esconde
Entre
las montañas.
Asciende,
desciende,
Profundas
gargantas,
Vestidas
de verde.
Lejos,
calvas pardas,
Planicies
extensas
Y
se esconde el agua.
Al
fin, los pinares–
Guerreros
en calma–,
Bordean
el lago,
Se
duermen las barcas.
Miran
nuestros ojos
El
azul de plata
Que,
virgen, nos muestra
El
lago y sus aguas.
Alcocer. En alto, la Catedral de la Alcarria. |
Y seguimos a Alcocer. Un pueblo que se mira en los
llamados Mares de Castilla. Y el viajero contempla, desde ese balcón natural,
el pueblo que asciende hasta un otero. Es la villa el centro del antiguo señorío de la Hoya del Infantado. La
Iglesia de la Asunción –estilo de transición al gótico–, nos enseña su torre,
señorial y altiva, que es símbolo de la iglesia que llaman la catedral de la Alcarria, sin serlo, aunque bien lo merezca. Es
señor su castillo y escriben la historia de sus hazañas las murallas, que ahora
contemplan el pantano de Buendía. Una de las puertas de las mismas lleva el
nombre de Álvar Fáñez, aquel sobrino del Cid que –dice la leyenda–, conquistó
la villa a los árabes. Y es el cantar del Mío
Cid quien menciona a Alcocer:
...Y por fin junto a Alcocer Mío
Cid ha ido a posar,
en un otero redondo y fuerte van
a acampar,
cerca está el Jalón, el agua no
se la podrán quitar.
Aquel pueblo de Alcocer piensa
Mío Cid tomar.
Y seguimos hasta
la histórica villa de Alocén que se
asoma al pantano de Entrepeñas, escalonada en una ladera. Es agradable recorrer
sus calles y contemplar el azul muy oscuro del agua que rodea pequeñas islas y
acoge a los veleros, que muestran sus números en las velas y mansamente cruzan el lomo en clama del lago. En la plaza
del Ayuntamiento, restaurado y coqueto, saciamos la sed de una tarde de estío
junto a otros viajeros que ríen y charlan amigablemente.
Y sin más, partimos
hacia Sigüenza. La ciudad que toda
ella es un museo, donde el monje conquistador, nacido en Aquitania, de nombre
Bernardo de Argés, levantó la Fortaleza
Catedral. La ciudad de El Doncel, Don
Martín Vázquez de Arce, que murió peleando en Granada.
...Reposas
como guerrero
después
de dura batalla.
Muy
sereno está tu rostro
y
tranquila tu mirada.
Cruz
de Santiago, en tu pecho
y
en tu mano, Biblia Santa.
Manos
de ángeles te hicieron–
joya
de piedra labrada–,
pues
más parece un encaje
la
piedra donde descansas.
No
cabe más perfección
en
tu jubón y en tus calzas,
en
el cordón que, en tu pecho,
como
de seda, destaca.
En
tus manos y en tus venas
y
en el descanso de tu alma...
Es también Sigüenza
la ciudad de la Alameda que mandó
construir un obispo mitrado, de nombre Don Pedro Inocencio Vejarano, para solaz
de pobres y vecinos. Y es la ciudad a la que adornan todos los estilos
arquitectónicos.
...Asciende
la vetusta calle hasta el palacio–
lujoso
Parador, hoy restaurado–,
afila
sus dientes en los torreones
y
mira, orgulloso, por las saeteras.
Angostas,
las puertas; y los miradores
te
muestran Sigüenza,
que
viste de rojo, tejados y piedras,
al
caer la tarde soñolienta,
y
el azul dibuja,
bella,
su silueta.
Pasear
estas calles de tu mano
cuando
la casa del Doncel
su
gótico de siglos
duerme;
y, hoy, amada, igual que ayer,
en
la Posada del Sol, ser peregrinos.
Escuchar
historias de los Arcedianos
al
anochecer.
Orar
en San Vicente–
su
Cristo protogótico nos mira–,
o
en la iglesia de Santa María.
Sentir
en San Jerónimo, silente,
la
paz que solo allí anida.
Pasear
los patios de los palacios
y,
cuando muera el día en la Alameda,
nuestros
cuerpos ya cansados,
la
paz del parador que nos espera,
el
tiempo detenga en el abrazo.
Martín Vázquez de Arce, caballero de Santiago.
Doncel de Sigüenza. Alabastro. Gótico tardío.
Y fue la voz de
la leyenda del Doncel la que se oyó en la catedral para despedirnos. Esa
poética luz del cielo y deidad de pálida llama, que espera la llegada del viajero,
le da la bienvenida, les enseña los misterios de la catedral y los despide. Se
disfraza de águila y hace vibrar las campanas –según esta leyenda popular.
...
La protectora sagrada
de
la bella catedral–
deidad
de pálida llama–,
que
vela por la gloriosa
Perpetuidad,
te acompaña.
Ella
la forma mantiene
brillante
como la plata.
A
ti, viajero, te escucha;
a
ti, turista, te ama.
Pues
el pasado te importa,
ve
con esta gente santa
y
que, en tu regreso, lleves
la
voz de Santa Librada.
Y Sigüenza se
llevó una virgen de Zurbarán que siempre estuvo en Jadraque, el del Castillo en
el otero más perfecto. Su sonrisa es de verdes olivares; sus sueños blancos como
el yeso que atesora. Tiene manos de alabastro que tallan algunas gentes del
lugar. Su palabra es de miel y de romero; y su gusto, de cabrito en los
hostales.
Es
guerrera tu sangre y del Henares;
tu
voz es de verano, de trigales;
de
amor y de ternura, tus sollozos;
y
recuerdos de mi amada, tú Jadraque.
Son sus montes
de jaras y tenía el corazón de Virgen que era su tesoro; pero–desdichas del
destino–, por seguridad, se lo arrancaron.
Zurbarán,
¡qué rapto
es
tu Inmaculada!
de
azul y de blanco,
muy
juntas las manos,
baja
su mirada.
No
quiere mancharla
pues
mira hacia abajo
para
que los ojos
busquen
su mirada.
Muy
juntas las manos...
Zurbarán,
¡qué niña
es
tu Inmaculada!
Y por Hiendelancina – junto a la sierra del
Alto Rey, el pueblo que tiene una gran plaza, y conserva las chimeneas de
tiempos pasados cuando sacaban de sus entrañas la plata, y fuera un pueblo
importante, que ahora se despuebla–, llegamos a Cogolludo, mi pueblo; muy
cerca del pantano de Alcorlo, que fue un pueblo, en un hermoso valle, que se
negó a morir; pero desapareció engullido por las aguas. Hoy las percas nadan
por sus calles.
Puente de Cogolludo. |
Cogolludo es la noble villa de los Duques de
Medinaceli –el tercero en el orden, Gascón de la Cerda, fue el primer Marqués
de Cogolludo. Allí construyeron un palacio, de fachada almohadillada –como el
de Carlos V, en la ciudad del Darro–, que quisieron comprar los americanos en
los años cuarenta. Obra de Lorenzo Vázquez de Segovia, hacia 1498, es uno de
los primeros palacios de estilo isabelino que se construyó en España. Invitados
por los marqueses de Cogolludo, visitaron el palacio el rey Felipe el Hermoso y
Doña Juana la Loca, reyes de Castilla, que estaban en la cercana villa de
Jadraque. Y dijo el rey: “Es la estancia más hermosa que he visto en las
tierras de España”. ¡Qué orgullo para la villa! Y ¡qué vergüenza sentí yo, cuando,
en sexto de bachillerato, leí en el libro de Historia del Arte: “Los vecinos de
la villa encierran los toros, durante las fiestas patronales, en el palacio”! Y
es verdad porque yo lo vi y viví.
Los árabes construyeron un castillo, que está
en ruinas actualmente, como el convento del Carmen –están reconstruyendo su
iglesia, pero para fines distintos–; y ruinas son el antiguo convento de San
Francisco, que da nombre al barrio donde nací. La iglesia de Santa María,
renacentista, custodia un cuadro de Ribera, que robaron y lo recuperaron cuando
iba a atravesar la frontera, camino de Francia. Lo regaló uno de los duques. Al
cuadro –preparación de la Crucifixión–, lo llaman “el Capón” porque –según dice
la historia–, era el regalo que debía hacer el pueblo al duque, en
agradecimiento por el obsequio del cuadro, cada año por Navidad: un capón. En
la plaza porticada, del siglo XVI, se encuentra el Ayuntamiento, obra del siglo
XVIII; y en el centro, una fuente gótica que ha llorado siempre, enamorada de
la mirada del palacio.
Cuando
termina el día,
La
plaza de La Acacia,
Con
amor, nos cobija.
Hay
ambiente en la plaza
Que
las fiestas demandan.
En
la antigua yesera,
Desaparece
el pueblo.
La Soledad espera.
En
el camino, llevo
Tu
amor y mis recuerdos.
Y allí nací un 4
de enero, nevado y frío; aprendí a leer y a escribir, corrí sus calles, jugué,
reí y lloré. Recé en la iglesia y soñé... Y mi pueblo tenía entonces sabor a
romería y a choperas y a sauces refrescantes, en la Virgen del Val; y a flor de
almendro en las ruinas del convento de San Francisco. Me hablaba con la voz de
segadores adiestrados, con trillos de pedernales y con campanas de bronce. Es
mi recuerdo de infancia de inocencia, de nieve, de verdes y dorados trigales,
de amapolas, de endrinos –cuando supe que los científicos lo llaman acacia bastarda, sentí pena por él–; de moras, de acacias –estas más nobles: lophantas–, de plantas olorosas, de
olmos, de encinas, de chopos y álamos, de la vieja higuera, del horno del tío Chinitas, donde cocía con aliagas la
arcilla de sus pucheros y otros cacharros– como él decía–; de amigos, de calma
y de la escuela. Conocí a muchas personas de las que aprendí qué significa el
esfuerzo, el trabajo y el sacrificio. la escuela.
Y allí llegó,
estando yo en la clase de Don Casto –que era además Procurador y del que
aprendí mucho–, un hermano de La Salle –el hermano Benigno–,con sus gafas de
seminarista; buena persona; probablemente, madrugador de albas, como lo fue mi
padre. Me llevó a Griñón. Y allí conocí a profesores que me hicieron lo que
soy. Porque yo los admiraba. Como escribió el cordobés Séneca: Eum elige doctorem, quem magis admireris
cum videris, quam cum audieris.
Pensamiento que podríamos traducir: Elige por maestro aquel a quien
admires, más por lo que en él vieres que por lo que escuchares de sus labios.
ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro,
profesor de Filosofía y Psicología
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Envíanos tus comentarios