POR TIERRAS
DE CASTILLA (III)
San Bartolomé. Campisálabos |
El viajero abandonó Sigüenza con la intención de hacer una parte de La Ruta del Románico Rural al día siguiente. Pernoctó en su pueblo, Cogolludo.
Saldría casi al alba. De niño, el autobús que llamaban –y llaman–, El Campisábalos llegaba a la plaza sobre
las nueve de la mañana. Salía de Guadalajara, abandonándola desde un marco
incomparable. Tenía la parada delante del Palacio del Infantado, una de las
fachadas más hermosas del Renacimiento. Palacio que iniciara el Marqués de
Santillana, el de Las Serranillas, señor
de Hita y Buitrago. Era el Campisábalos el único medio de transporte que había entonces y que llegaba hasta
el pueblo cuando las carreteras eran de tierra blanca apelmazada, y apenas
tenían la anchura para cruzarse dos coches. Pero se enteró muy tarde –entonces
el viajero no conocía la sierra–, que el nombre le provenía por ser su última
parada en el pueblo de Campisábalos, que posee una iglesia románica de preciosa
hechura; desde la villa bajaba el autobús al otro día. Llegaba a las siete de
la mañana a la plaza de Cogolludo.
San Miguel. Beleña de Sorbe, cerca de Cogolludo |
La
iglesia de la Asunción, Pinilla de Jadraque
|
La Asunción de Almiruete. El pueblo
conserva la fisonomía de las villas de la Arquitectura Negra. La repoblación de
la zona se llevó a cabo en el siglo XIII, con gentes venidas de los Picos de
Urbión y Sierra Demanda. Es célebre por las botargas, mascaritas de Carnavales.
Campisábalos emerge en un llano, con tres colinas en
el fondo, como telón de la escena. Enclavado
en las llamadas parameras desabrigadas
de la sierra, que en primavera se cubren de un manto verde muy fino, que
asemeja un gran tapiz. La iglesia románica de San Bartolomé es una
extraordinaria obra del siglo XIII. Son notables las inscripciones que hay en
la fachada. Representa un calendario iconográfico de los meses del año, en el
que pueden verse representadas las
faenas agrícolas; es un calendario único en su género. Asimismo, tiene
adosada la capilla del guerrero San
Galindo, a sus muros. Conserva
influencias mudéjares. Y el viajero que contempla el conjunto románico
–sin ser un experto en arte– lo califica como sublime, extraordinariamente
bello y armonioso.
Pero este pueblo sería el último que debería haber
nombrado el viajero, saliendo del este. El recuerdo y la fantasía, al ver
estacionado el autobús en la plaza de su pueblo, le llevó a ese otro de la
sierra que había contemplado en ocasiones y paseado sus calles; pueblo que
custodia uno de los tesoros del románico rural de la sierra de Guadalajara.
Portada, Sigüenza |
Hecha esta
aclaración, partió el viajero camino de Jadraque hasta cerca de la ciudad del Doncel, sin olvidar que, en
esta ciudad, Sigüenza, contempló en la catedral su románico, el día anterior y
tantas otras veces había gozado de su sublime belleza, en su sobriedad. Y sabe
que, a mediados del siglo XII, había sido una iglesia románica de tres naves,
dos torres y cinco bóvedas, y ahora la contempló, monumental, en los dos
estilos, románico-gótico y algo de barroco. La catedral actual es una verdadera
fortaleza. Así la fundó el monje conquistador
aquitano Bernardo Agén, que, además, conquistó la cuidad a los árabes,
en tiempos de Doña Urraca, hija de Alfonso VI. Con hechuras de fortaleza,
almenada, demostró que lo era, cuando,
perturbando la sagrada paz del lugar, fue uno de los últimos reductos de duros
enfrentamientos en la Guerra Civil ─ironías
del destino─, para el bando rojo.
Sigüenza fue un
núcleo importante, en especial, en tiempos de los visigodos, decayendo su
principalidad con la invasión de los sarracenos. Cuando el viajero era niño,
solo conocía de Sigüenza el nombre. Era un partido judicial, tan importante
como el de Guadalajara capital, estudiado con otros cuantos, y donde tenía la sede
el obispado. Las familias pudientes iban a veranear a esta ciudad por tener un
clima menos extremo que Guadalajara y que otros pueblos; y el río Henares llevaba
sus aguas cristalinas para alegría de los niños y padres. Entonces Guadalajara
era prácticamente un pueblo.
Pero cuando el
viajero descubrió la ciudad de Sigüenza y la “pateó” ─dicho vulgarmente─, fue cuando aprendió a amarla porque era un
verdadero libro de historia, de arte y un gran museo.
Y escribió poemas. Y visitó, de un extremo a otro, todos los estilos. Y
no olvidó el románico de la iglesia de Santiago y de San Vicente, donde, en
aquel silencio, el viajero rezó ante su Cristo protogótico, acompañado de la
mujer que amaba.
...Levanto en la ciudad la Fortaleza,
Catedral sobria, grandiosa, austera;
Cisterciense en su planta,
Almenada, brava, belicosa,
(Oración y espada),
Romántica, gótica y barroca.
Nos mira el retablo de Santa Librada
Con ojos de la vida de Cristo en sus tallas
Y la bóveda, en la sacristía,
Es, del cincel y del genio, la osadía.
Y, en la verja de la Inmaculada,
La luz tamizada nos hace barrocos guiños;
Y el retablo de Santa María
Admira las bóvedas.
Con qué maestría todo se conjuga,
Son nervios que oran,
No son piedras mudas.
Ojivas se miran
Con ojos de niña
Y filtros de luces
Por los tragaluces
Juegan en la altura
De la hermosa cúpula...
Y
el viajero se despidió con estos sentimientos de la catedral, como otras veces,
lo hizo con la Leyenda del Doncel, para ver otras iglesias
hermanas, mucho más humildes que nacieron a su amparo.
Toda
la parte norte de la sierra de Guadalajara, muy desconocida para una gran mayoría,
está escrita con las letras de piedra del románico sagrado. Se agrupa, especialmente
en tres zonas: las cercanías de Sigüenza, las de Molina y las de Atienza. Y el
viajero se admira de su fortaleza y sencillez de este románico rural,
diseminado por otros lugares de la provincia. Apenas tiene detalles
decorativos. Es austero este arte, como lo son los serranos de esta tierra y,
en general, los castellanos. Su piedra, de sillería rojiza, ilumina el paisaje
que rodea las ermitas, de un verde exuberante, aunque sea raramente y en
primavera; y aunque sus villas o pueblos tienen escasos habitantes, han sido
capaces de conservar sus iglesias como sus verdaderos tesoros. No así los
monasterios que, vendidos a particulares, mueren lentamente sus pasadas
glorias. Como alguien ha escrito, la provincia de Guadalajara se derrumba, pero
se construyen plazas de toros y polideportivos.
La zona norte de
Guadalajara, rayana con la vecina Soria, es de relieve replegado que
domina el Ocejón (2005 msnm). Fue el primer nombre de montaña que aprendió el
viajero siendo niño ─El Otero de su pueblo, La Muela y El Colmillo, no tenían esa categoría─. Mucho más tarde conoció sus
dominios. Y, posteriormente, los tesoros que custodia: la llamada Arquitectura Negra y el Románico Rural.
Es un lugar digno de contemplarse. Aunque las bajas
temperaturas sacuden los invierno y, siendo el viajero niño, los pueblos
quedaban aislados por las grandes nevadas (la sierra de Pela quizás lleve este
nombre por la baja temperatura que sufre); pero es satisfactorio padecer esos
fríos, siempre bien abrigado, y ver paisajes que son dignos de contemplarse, al
menos, una vez en la vida y en todas las estaciones del año. Los caminos agrestes, los valles, las cascadas,
los ríos de aguas cristalinas, son un complemento que ofrece la naturaleza al
arte sacro del románico.
La sierra separa la zona de las dos Castillas, por
Soria, Segovia y Madrid. Esos montes, que al viajero no le parecieron tan
cárdenos, la última vez que los contempló; esos de los que dijo Machado: “Por
los montes cárdenos camina otra quimera”, pero sí eran solitarios, demasiado.
Son varias las rutas que pueden hacerse. Pero el
viajero estaba en Cogolludo, su pueblo, y prefirió dirigirse hacia las
cercanías de Sigüenza por la A-2, hasta el Santuario de Barbatona, cuyo nombre
significa ‘brota agua’. El pueblo se remonta a la época romana y eran célebres
sus tejares de alfarería, de los que quedan aún restos. El santuario está
dedicado a Nuestra Señora de la Salud. Y se habla de curaciones milagrosas
debidas a la Virgen. Son famosas sus romerías al santuario, que data del siglo
XVIII, y sustituyó a la antigua iglesia de la que se conserva una antigua torre
árabe.
Santa Coloma |
Es tranquilizante adentrarse en zonas donde sorprenden
ermitas e iglesias que armonizan la solidez y sencillez del románico con la
sorprendente originalidad de asentarse casi todas en pequeños pueblos, cuyo
único tesoro es su iglesia, ─rodeada, a veces, de floresta─; iglesias que nacieron cuando apenas había casas en
las villas y a la vera de la iglesia resistieron aquellas.
Y así le ocurrió al
viajero en la ermita de Santa Coloma, de
Albendiego la primera vez que la vio. Sentado en el césped, contempló la
solitaria ermita, emplazada en un mar verde sin mácula, dentro de un círculo
que formaban las acacias, olmos y brezos. Ermita que más bien parece una
iglesia, de planta de cruz latina, sin cimborrio, pero con espadaña y dos
campanas góticas. Un ábside semicircular
entre dos testeros y celosías artísticas de piedra, de influencia árabe.
Muy cerca discurren las aguas cristalinas de dos ríos: el Bornoba y el
Manadero; así como un hermano menor: el arroyo Valdecobas. Y este lugar –que
hubiera inmortalizado Fray Luis de León–, hizo escribir al viajero estos pobres
versos:
Y
en el silencio, el prado
La
silueta románica me enseña.
El
césped bien cuidado.
Y
el ruido ella desdeña.
Solo
siento su paz, dicha hogareña.
Se
solaza el viajero.
La
iglesia, planta de cruz latina,
Ornada
de romero;
Y
era su retina
Notas
sagradas de salve Regina
El
Bornoba de plata,
Su
artesanía cisterciense admira.
Contemplo
y me delata
Su
belleza que inspira,
Dulce
el lugar, silencio que no expira.
Paisaje
delicioso,
Ábsides
y hermosas celosías.
Románico
orgulloso,
Sencillez
y armonías
Que
esculpió el cantero con sus maestrías.
Nuestra Señora de la Asunción, Saúca |
Su románico es de gran valor. De planta rectangular,
su puerta y galería románica, es lo más preciado de la iglesia. Con adornos de
gustos cistercienses: hojas de acanto, palmetas, grifo y león que semejan la
lucha del mal y del bien, escenas de la Anunciación, todo de gran sencillez.
Palazuelos, muralla |
Palazuelos |
A la mañana
siguiente, en sentido Atienza, el viajero encuentra Palazuelos, una villa de
traza medieval. Conserva restos de la
muralla y un castillo con aire del Medioevo, todo hecho con la impronta intransferible del Marqués de Santillana, don
Íñigo López de Mendoza. Una villa de amplia e interesante historia, es llamada la Ávila de la Alcarria. Ciudad amurallada,
con casonas de piedra de arenisca roja con esgrafiados dibujos en las paredes.
La iglesia de San Juan con su portada románica sencilla o la plaza con su Picota restaurada, sus torres redondeadas
de las murallas, su castillo, atribuido a Juan Guas, el autor del palacio del
Infantado, todo nos lleva a un pasado
remoto. Al pasear por sus calles, el viajero imagina haber atravesado el límite
del tiempo y entrado en la Edad Media.
El Salvador. Carabias |
Castillo de Riba de Santiuste |
El castillo construido en el siglo IX, en la época
andalusí, presenta un aspecto imponente. Sobre un agudo peñón, domina el valle
del río Salado ─que origina las Salinas de Imón─. Situado en un lugar estratégico, protege
una gran franja de terreno. Sus torreones y sus murallas almenadas han
resistido el paso del tiempo y otros han sido restaurados. Y el viajero se siente un ser diminuto ante
aquella pétrea mole, que posee otros hermanos: Atienza, Jadraque, Molina,
Palazuelos, Peña Bermeja o Anguix: la
ruta de los castillos.
Santa María del Rey, Atienza |
Arquivolta de Santa Maria del Val, Atienza |
Atienza es una peña
Y a su sombra se defienden las casas.
Es la tierra muy pobre –páramo de pizarras –,
Y el románico se adueñó de sus iglesias.
Galopó el Cid por estos pagos
Y alabó la imponente fortaleza.
Encinares dibujan el paisaje de los campos
Y es azul el diseño de sus sierras.
Todo es paz y sosiego,
Se ha detenido el tiempo en el otero
Que asciende –señor de la llanura –,
Y duerme el galopar de caballeros
(Mío Cid no cabalga).
Es el aire de sierra hacia la altura
Y está el alma más pura
Cuando la inmensa mole nos cobija
Y es muy azul el cielo que nos mira.
Allí está el cementerio.
Aquellos que se fueron
No necesitan los brazos de la peña
Que sigue – grande y muy fuerte”–,
Desafiando el tiempo.
Muy cerca la plaza de toros
Donde la cara de cera del torero viste el miedo.
Siete plegarias son sus siete iglesias,
Y oraciones son hasta sus ruinas,
Que en esta paz el alma habita
En la bondad de Dios –la fuerte roca –,
El hálito de fe que nos da vida.
Bajamos la senda blanca y tosca
(Como volver a la monotonía),
Pero el alma llevamos de otra historia
Escrita en páramos y rocas
Y también en tu alma y la mía.
El viajero continúa la ruta hasta Somolinos.
Abandona la Tierra de Sigüenza. Llega al
pequeño pueblo que tiene una laguna de agua cristalina, que llena el río
Bornaba. Muy cerca la Sierra de Pela y la de Ayllón y la mítica cumbre del Alto
Rey. En Somolinos, el viajero hace una parada y come en un humilde bar de la
carretera, que es su calle principal. Un amigo le explica cómo funcionaban los
antiguos batanes, movidos por el agua del río, donde abundan las truchas.
Tras un breve descanso en la laguna, donde se relajó
con un baño, el viajero se dirigió a
Villacadima. Una villa que murió lentamente y, a base de segunda vivienda, está
resurgiendo. La portada románica de su iglesia de San Pedro, con arco interior,
arquivoltas y adornos vegetales, merece una parada del viajero.
Y continúa el viajero hasta la villa condal de Galve de Sorbe, en una de las laderas de la sierra del Alto Rey. Una villa que tuvo varios dueños y no le faltaron traiciones. Entristece ver que el castillo de los Estúñiga (fue ocupado por Íñigo López de Orozco, Diego López de Zúñiga y Baltasar de la Cerda y Mendoza), se esté desmoronando lentamente. Su alta torre del homenaje es testigo de la historia de la villa. Aún conserva su estructura exterior. Desde la torre, se contempla gran parte de la Serranía de la provincia y una panorámica de la villa. En invierno, las chimeneas leonesas, de grandes campanas, ennegrecen una parte del cielo y expanden aromas de cabrito y cordero asados. La plaza con sus soportales, el ayuntamiento y una Picota del renacimiento, son también vestigios de la historia de la ducal Galve de Sorbe.
Y como cree el viajero que ya es prolija esta nueva ruta
por La Alcarria, quiere terminar con la visita a uno de los monasterios que
espera una pronta restauración. En Córcoles, donde recuerdan la estancia de Cela, languidece el monasterio cisterciense
de Nuestra Señora de Monsalud ─del que hablará el viajero en otra ocasión─, uno de los más importantes del Medioevo que hubo en
la Península Ibérica, de los tres construidos en lo que hoy es la provincia de
Guadalajara: Bornaval (Retiendas, cerca de Cogolludo) y Óvila (Trillo), junto
con el citado.
El abandono y el expolio ─mal endémico de los pueblos de antes─, así como la desamortización de Mendizábal, terminaron
con estos monasterios. Baste un ejemplo del expolio: la portada manierista de
la iglesia del monasterio de Óvila está reconstruida en San Francisco,
California.
Los reyes favorecieron los monasterios, entre ellos
Alfonso VIII, a quien Atienza salvó, disfrazándole como un niño más de los
arrieros, para que no cayera en manos de su tío Fernando III de León, que
pensaba apoderarse del reino de Castilla, hecho que celebra La Cabalgada de Atienza, en el domingo
de Pentecostés.
Sirvan estos versos para recordar el monasterio de de Nuestra Señora de
Monsalud:
En Córcoles se oyeron,
Las salmodias de monjes cistercienses,
Ya tus naves murieron
Que vieron amanuenses
En estas tierras guadalajarenses.
La soledad rodea
El enclave que hoy es finca de bodas
De extraños a la aldea.
Y así tu historia enlodas,
Piedras que fueran tus preciosas odas.
Solo quedan paredes
Y vanos carcomidos en silencio.
A la vista concedes
La ruina que evidencio
Y, si acaso, tu historia reverencio.
¡Monsalud¡ ¡Quién te viera
Cuando te dio Alfonso, el de Las Navas,
El poderío, que era
Real, y muy bravas
Las gentes de la tierra en que te
enclavas.
Gótico y románico
Idos son de tus muros y tu historia
Como un breve cántico.
No olvidó la memoria
Que fuiste principal, al ver tu
escoria.
Fuiste gloria del arte;
De la cultura, fuiste semillero;
De la fe, baluarte
Del trabajo, el obrero;
Y, en la construcción, fuiste cantero.
Y, en Monsalud, cerca de un pueblo de interés como lugar turístico,
Retiendas, donde se encuentra el Monasterio de Bonaval, y muy cerca del pueblo del viajero ─allí nació uno de los
mejores alcaldes que tuvo Cogolludo, padre de su amigo Balín─, termina esta
travesía con la intención de hacer una nueva ruta: la de los castillos,
monasterios y otros lugares de interés de la zona de Molina de Aragón. Pero
alzando sus ojos hacia las sierras, el viajero descubrió el Ocejón, la montaña
que veía siendo niño, que hablaba con voz de nieve y que, nevada, parecía un
gran trompo (o peonza) con el que jugaba y no pudo olvidar decirle “un hasta
pronto”.
Tan cerca y tan lejano;
Levanta el Ocejón su fuerte torso
–Muralla que defiende a los serranos –,
Y sus pueblos, cabezos dibujados,
En oteros y valles que, devotos,
De sierra tienen hambre,
De nieves tienen aires,
Del cielo, la limpieza en los arroyos.
Por Tamajón subimos.
Nos acompañan, jóvenes, los pinos,
Y el olor resinoso de jarales;
Los ciervos que descienden a los valles
Cruzan la carretera con sus crías
Cuando muere la tarde,
Y es el bosque, en la umbría,
Un remanso de pinos que dormitan,
Alguna que otra haya despistada
Y las jaras, alfombra negra y blanca.
El fondo de los valles es arroyo
Que fluye lento y solo;
Su corriente, cristal; pura, su alma.
Con orgullo, contempla el Ocejón
Sus extensos dominios;
Se hace el tiempo oración
De las jaras, las hayas y los pinos
Cuando duermen los pueblos
Y el paisaje dormita en los oteros,
Vestidos de pizarra.
Tus ojos han bebido esta belleza;
Tus oídos, la voz ronca del aire.
Tu piel ha sentido las aromas de los valles
Y el amor arropó siempre tu alma.
Deja, amada, que esta hermosura
En tu experiencia anide, clara y pura,
Que tal belleza ha sido huida
Y de las grandes urbes, retirada,
Para habitar, solitaria en las alturas
Y el alma, solo allí, poder vivirla.
ANTONIO
MONTERO SÁNCHEZ
Maestro.
Profesor de Filosofía y Psicología
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