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59. Por tierras de Castilla (III)

     

POR TIERRAS 

       DE CASTILLA   (III)


San Bartolomé. Campisálabos
El viajero abandonó Sigüenza con la intención de hacer una parte de La Ruta del Románico Rural al día siguiente. Pernoctó en su pueblo, Cogolludo. Saldría casi al alba. De niño, el autobús que llamaban –y llaman–, El Campisábalos llegaba a la plaza sobre las nueve de la mañana. Salía de Guadalajara, abandonándola desde un marco incomparable. Tenía la parada delante del Palacio del Infantado, una de las fachadas más hermosas del Renacimiento. Palacio que iniciara el Marqués de Santillana, el de Las Serranillas, señor de Hita y Buitrago. Era el Campisábalos el único medio de transporte que había entonces y que llegaba hasta el pueblo cuando las carreteras eran de tierra blanca apelmazada, y apenas tenían la anchura para cruzarse dos coches. Pero se enteró muy tarde –entonces el viajero no conocía la sierra–, que el nombre le provenía por ser su última parada en el pueblo de Campisábalos, que posee una iglesia románica de preciosa hechura; desde la villa bajaba el autobús al otro día. Llegaba a las siete de la mañana a la plaza de Cogolludo.
San Miguel. Beleña de Sorbe, cerca de Cogolludo
          
La iglesia de la Asunción, Pinilla de Jadraque

   

   
                




La Asunción de Almiruete. El pueblo conserva la fisonomía de las villas de la Arquitectura Negra. La repoblación de la zona se llevó a cabo en el siglo XIII, con gentes venidas de los Picos de Urbión y Sierra Demanda. Es célebre por las botargas, mascaritas de Carnavales.


Campisábalos emerge en un llano, con tres colinas en el fondo, como telón de la escena.  Enclavado en las llamadas  parameras desabrigadas de la sierra, que en primavera se cubren de un manto verde muy fino, que asemeja un gran tapiz. La iglesia románica de San Bartolomé es una extraordinaria obra del siglo XIII. Son notables las inscripciones que hay en la fachada. Representa un calendario iconográfico de los meses del año, en el que pueden verse representadas  las faenas agrícolas; es un calendario único en su género. Asimismo, tiene adosada  la capilla del guerrero San Galindo, a sus muros. Conserva  influencias mudéjares. Y el viajero que contempla el conjunto románico –sin ser un experto en arte– lo califica como sublime, extraordinariamente bello y armonioso.

Pero este pueblo sería el último que debería haber nombrado el viajero, saliendo del este. El recuerdo y la fantasía, al ver estacionado el autobús en la plaza de su pueblo, le llevó a ese otro de la sierra que había contemplado en ocasiones y paseado sus calles; pueblo que custodia uno de los tesoros del románico rural de la sierra de Guadalajara.

 Portada, Sigüenza  
Hecha esta aclaración, partió el viajero camino de Jadraque hasta cerca  de la ciudad del Doncel, sin olvidar que, en esta ciudad, Sigüenza, contempló en la catedral su románico, el día anterior y tantas otras veces había gozado de su sublime belleza, en su sobriedad. Y sabe que, a mediados del siglo XII, había sido una iglesia románica de tres naves, dos torres y cinco bóvedas, y ahora la contempló, monumental, en los dos estilos, románico-gótico y algo de barroco. La catedral actual es una verdadera fortaleza. Así la fundó el monje conquistador  aquitano Bernardo Agén, que, además, conquistó la cuidad a los árabes, en tiempos de Doña Urraca, hija de Alfonso VI. Con hechuras de fortaleza, almenada,  demostró que lo era, cuando, perturbando la sagrada paz del lugar, fue uno de los últimos reductos de duros enfrentamientos en la Guerra Civil ─ironías del destino─, para el bando rojo.

Sigüenza fue un núcleo importante, en especial, en tiempos de los visigodos, decayendo su principalidad con la invasión de los sarracenos. Cuando el viajero era niño, solo conocía de Sigüenza el nombre. Era un partido judicial, tan importante como el de Guadalajara capital, estudiado con otros cuantos, y donde tenía la sede el obispado. Las familias pudientes iban a veranear a esta ciudad por tener un clima menos extremo que Guadalajara y que otros pueblos; y el río Henares llevaba sus aguas cristalinas para alegría de los niños y padres. Entonces Guadalajara era prácticamente un pueblo.
Pero cuando el viajero descubrió la ciudad de Sigüenza y la “pateó” ─dicho vulgarmente─, fue cuando aprendió a amarla porque era un verdadero libro de historia, de arte y un gran museo.

Y escribió poemas. Y visitó, de un extremo a otro, todos los estilos. Y no olvidó el románico de la iglesia de Santiago y de San Vicente, donde, en aquel silencio, el viajero rezó ante su Cristo protogótico, acompañado de la mujer que amaba.

                          ...Levanto en la ciudad la Fortaleza,
Catedral sobria, grandiosa, austera;
Cisterciense en su planta,
Almenada, brava, belicosa,
(Oración y espada),
Romántica, gótica y barroca.
Nos mira el retablo de Santa Librada
Con ojos de la vida de Cristo en sus tallas
Y la bóveda, en la sacristía,   
Es, del cincel y del genio, la osadía.  
Y, en la verja de la Inmaculada,
La luz tamizada nos hace barrocos guiños;
Y el retablo de Santa María
Admira las bóvedas.
Con qué maestría todo se conjuga,
Son nervios que oran,
No son piedras mudas.
Ojivas se miran
Con ojos de niña
Y filtros de luces
Por los tragaluces
Juegan en la altura
De la hermosa cúpula...
             
Y el viajero se despidió con estos sentimientos de la catedral, como otras veces, lo hizo con la Leyenda del Doncel, para ver otras iglesias hermanas, mucho más humildes que nacieron a su amparo.

Toda la parte norte de la sierra de Guadalajara, muy desconocida para una gran mayoría, está escrita con las letras de piedra del románico sagrado. Se agrupa, especialmente en tres zonas: las cercanías de Sigüenza, las de Molina y las de Atienza. Y el viajero se admira de su fortaleza y sencillez de este románico rural, diseminado por otros lugares de la provincia. Apenas tiene detalles decorativos. Es austero este arte, como lo son los serranos de esta tierra y, en general, los castellanos. Su piedra, de sillería rojiza, ilumina el paisaje que rodea las ermitas, de un verde exuberante, aunque sea raramente y en primavera; y aunque sus villas o pueblos tienen escasos habitantes, han sido capaces de conservar sus iglesias como sus verdaderos tesoros. No así los monasterios que, vendidos a particulares, mueren lentamente sus pasadas glorias. Como alguien ha escrito, la provincia de Guadalajara se derrumba, pero se construyen plazas de toros y polideportivos.

La zona norte de  Guadalajara, rayana con la vecina Soria, es de relieve replegado que domina el Ocejón (2005 msnm). Fue el primer nombre de montaña que aprendió el viajero siendo niño El Otero de su pueblo, La Muela y El Colmillo, no tenían esa categoría─. Mucho más tarde  conoció sus dominios. Y, posteriormente, los tesoros que custodia: la llamada Arquitectura Negra y el Románico Rural.

Es un lugar digno de contemplarse. Aunque las bajas temperaturas sacuden los invierno y, siendo el viajero niño, los pueblos quedaban aislados por las grandes nevadas (la sierra de Pela quizás lleve este nombre por la baja temperatura que sufre); pero es satisfactorio padecer esos fríos, siempre bien abrigado, y ver paisajes que son dignos de contemplarse, al menos, una vez en la vida y en todas las estaciones del año. Los  caminos agrestes, los valles, las cascadas, los ríos de aguas cristalinas, son un complemento que ofrece la naturaleza al arte sacro del románico.

La sierra separa la zona de las dos Castillas, por Soria, Segovia y Madrid. Esos montes, que al viajero no le parecieron tan cárdenos, la última vez que los contempló; esos de los que dijo Machado: “Por los montes cárdenos camina otra quimera”, pero sí eran solitarios, demasiado.

Son varias las rutas que pueden hacerse. Pero el viajero estaba en Cogolludo, su pueblo, y prefirió dirigirse hacia las cercanías de Sigüenza por la A-2, hasta el Santuario de Barbatona, cuyo nombre significa ‘brota agua’. El pueblo se remonta a la época romana y eran célebres sus tejares de alfarería, de los que quedan aún restos. El santuario está dedicado a Nuestra Señora de la Salud. Y se habla de curaciones milagrosas debidas a la Virgen. Son famosas sus romerías al santuario, que data del siglo XVIII, y sustituyó a la antigua iglesia de la que se conserva una antigua torre árabe.
Santa Coloma

Es tranquilizante adentrarse en zonas donde sorprenden ermitas e iglesias que armonizan la solidez y sencillez del románico con la sorprendente originalidad de asentarse casi todas en pequeños pueblos, cuyo único tesoro es su iglesia, rodeada, a veces, de floresta─; iglesias que nacieron cuando apenas había casas en las villas y a la vera de la iglesia resistieron aquellas.

Y así le ocurrió al viajero en la ermita de Santa Coloma, de  Albendiego la primera vez que la vio. Sentado en el césped, contempló la solitaria ermita, emplazada en un mar verde sin mácula, dentro de un círculo que formaban las acacias, olmos y brezos. Ermita que más bien parece una iglesia, de planta de cruz latina, sin cimborrio, pero con espadaña y dos campanas góticas. Un ábside semicircular  entre dos testeros y celosías artísticas de piedra, de influencia árabe. Muy cerca discurren las aguas cristalinas de dos ríos: el Bornoba y el Manadero; así como un hermano menor: el arroyo Valdecobas. Y este lugar –que hubiera inmortalizado Fray Luis de León–, hizo escribir al viajero estos pobres versos:

Y en el silencio, el prado
La silueta románica me enseña.
El césped bien cuidado.
Y el ruido ella desdeña.
Solo siento su paz, dicha hogareña.

Se solaza el viajero.
La iglesia, planta de cruz latina,
Ornada de romero;
Y era su retina
Notas sagradas de salve Regina

El Bornoba de plata,
Su artesanía cisterciense admira.
Contemplo y me delata
Su belleza que inspira,
Dulce el lugar, silencio que no expira.

Paisaje delicioso,
Ábsides y hermosas celosías.
Románico orgulloso,
Sencillez y armonías
Que esculpió el cantero con sus maestrías.

Nuestra Señora de la Asunción, Saúca
Al salir de Albendiego, el viajero entra en Saúca, una pequeña villa de apenas una cincuentena de habitantes ─casi todas las villas son habitadas por muy pocos vecinos─. Su iglesia es de tamaño considerable, construida a finales del siglo XIII, quizás bajo los auspicios de la Ciudad Ducal. Es de destacar su Pórtico con columnas pareadas y capiteles iconográficos.

Su románico es de gran valor. De planta rectangular, su puerta y galería románica, es lo más preciado de la iglesia. Con adornos de gustos cistercienses: hojas de acanto, palmetas, grifo y león que semejan la lucha del mal y del bien, escenas de la Anunciación, todo de gran sencillez.

Palazuelos, muralla
Palazuelos
Y el viajero se extasía contemplando el perímetro porticado y las dos campañas de bronce. Sentado en el césped frente al pórtico, archiva cada detalle. No hay nadie en la iglesia. Ya había estado otras veces allí. Rodea la iglesia. Contempla los capiteles de las columnas con figuras humanas. El conjunto es admirable. Y, al caer de la tarde, todo el pórtico se ilumina en tonos amarillentos como si quisiera dormir. Cerca, la Alameda del Valle se viste de un tupido verde. El saúco crece por doquier. El viajero toma un café en el Restaurante “El Cerco” y pasea el pueblo.  La tranquilidad lo invade todo. Solo molesta el ruido de los camiones que circulan por la A-2. En el pueblo, le ofrecen hospedaje y pasa la noche en un lugar tranquilo y de clima agradable.

 A la mañana siguiente, en sentido Atienza, el viajero encuentra Palazuelos, una villa de traza medieval. Conserva  restos de la muralla y un castillo con aire del Medioevo, todo hecho con la impronta  intransferible del Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza. Una villa de amplia e interesante historia, es llamada la Ávila de la Alcarria. Ciudad amurallada, con casonas de piedra de arenisca roja con esgrafiados dibujos en las paredes. La iglesia de San Juan con su portada románica sencilla o la plaza con su Picota restaurada, sus torres redondeadas de las murallas, su castillo, atribuido a Juan Guas, el autor del palacio del Infantado, todo nos lleva a un  pasado remoto. Al pasear por sus calles, el viajero imagina haber atravesado el límite del tiempo y entrado en la Edad Media.

El Salvador. Carabias
El siguiente destino es Carabias, donde destaca su iglesia de El Salvador, ejemplar y joya del románico alcarreño, del siglo XIII y restaurada en el XVII. Su atrio, abierto a los cuatro puntos cardinales es un elemento a destacar. Frente a la iglesia hay una fuente del siglo XVIII. Si a todo esto añadimos el entorno, hacen del lugar un pequeño paraíso. En el término abundan bosques de encinas, rebollo y sabina; posee una rica fauna: jabalí, corzo, zorro gato montés y garduña. Desgraciadamente, este entorno está amenazado por la construcción de una carretera para comunicar Palazuelos y el pantano de El Atance, donde el viajero tomó un baño cuando el sol era fuego.
Castillo de Riba de Santiuste
Retomando la carretera provincial, la ruta conduce a Pozancos, con sus huertas y su iglesia románica, las salinas de Olmeda de Jadraque e Imón y el castillo de la Riba de Santiuste.              
El castillo construido en el siglo IX, en la época andalusí, presenta un aspecto imponente. Sobre un agudo peñón, domina el valle del río Salado ─que origina las Salinas de Imón─. Situado en un lugar estratégico, protege una gran franja de terreno. Sus torreones y sus murallas almenadas han resistido el paso del tiempo y otros han sido restaurados.  Y el viajero se siente un ser diminuto ante aquella pétrea mole, que posee otros hermanos: Atienza, Jadraque, Molina, Palazuelos, Peña Bermeja  o Anguix: la ruta de los castillos.

Santa María del Rey, Atienza

Arquivolta de Santa Maria del Val, Atienza
La siguiente parada es la histórica villa de Atienza, un prodigio del Medioevo con siete iglesias, un castillo roqueño, el famoso arco de Arrebatacapas que forma parte de la muralla en su parte más antigua... Perderse por su entramado de callejas es volver a un pasado muy lejano: pasear por la bella Plaza del Trigo, con edificios medievales y soportales; visitar las iglesias antiguas, de los siglos XII y XIII: Santísima Trinidad,  San Gil,  Santa María del Rey, San Bartolomé y Santa María del Val, es perderse en la historia. Pero sus ruinas (tuvo catorce iglesias) nos recuerdan  otro tiempo más cercano en que el románico y el gótico lloraron durante la Guerra Civil. Atienza es la villa de La Cabalgada, que salvó al rey Alfonso VIII, siendo niño; la villa citada en el Cantar del Mío Cid, la de los Museos y  de la artesanía…

Atienza es una peña
Y a su sombra se defienden las casas.
Es la tierra muy pobre –páramo de pizarras –,
Y el románico se adueñó de sus iglesias.
Galopó el Cid por estos pagos
Y alabó la imponente fortaleza.
Encinares dibujan el paisaje de los campos
Y es azul el diseño de sus sierras.
Todo es paz y sosiego,
Se ha detenido el tiempo en el otero
Que asciende –señor de la llanura –,
Y duerme el galopar de caballeros
(Mío Cid no cabalga).
Es el aire de sierra hacia la altura
Y está el alma más pura
Cuando la inmensa mole nos cobija
Y es muy azul el cielo que nos mira.
Allí está el cementerio.
Aquellos que se fueron
No necesitan los brazos de la peña
Que sigue – grande y muy fuerte”–,
Desafiando el tiempo.
Muy cerca la plaza de toros
Donde la cara de cera del torero viste el miedo.
Siete plegarias son sus siete iglesias,
Y oraciones son hasta sus ruinas,
Que en esta paz el alma habita
En la bondad de Dios –la fuerte roca –,
El hálito de fe que nos da vida.
Bajamos la senda blanca y tosca
(Como volver a la monotonía),
Pero el alma llevamos de otra historia
Escrita en páramos y rocas
Y también en tu alma y la mía.

El viajero continúa la ruta hasta Somolinos. Abandona  la Tierra de Sigüenza. Llega al pequeño pueblo que tiene una laguna de agua cristalina, que llena el río Bornaba. Muy cerca la Sierra de Pela y la de Ayllón y la mítica cumbre del Alto Rey. En Somolinos, el viajero hace una parada y come en un humilde bar de la carretera, que es su calle principal. Un amigo le explica cómo funcionaban los antiguos batanes, movidos por el agua del río, donde abundan las truchas.
Tras un breve descanso en la laguna, donde se relajó con un baño, el  viajero se dirigió a Villacadima. Una villa que murió lentamente y, a base de segunda vivienda, está resurgiendo. La portada románica de su iglesia de San Pedro, con arco interior, arquivoltas y adornos vegetales, merece una parada del viajero.

Castillo de Estúñiga, Galve de Sorbe













Y continúa el viajero hasta la villa condal de Galve de Sorbe, en una de las laderas de la sierra del Alto Rey. Una villa que tuvo varios dueños y no le faltaron traiciones. Entristece ver que el castillo de los Estúñiga  (fue ocupado por Íñigo López de Orozco, Diego López de Zúñiga y Baltasar de la Cerda y Mendoza), se esté desmoronando lentamente. Su alta torre del homenaje es testigo de la historia de la villa. Aún conserva su estructura exterior. Desde la torre, se contempla gran parte de la Serranía de la provincia y una panorámica de la villa. En invierno, las chimeneas leonesas, de grandes campanas, ennegrecen una parte del cielo y expanden aromas de cabrito y cordero asados. La plaza con sus soportales, el ayuntamiento y una Picota del renacimiento, son también vestigios de la historia de la ducal Galve de Sorbe. 
Y como cree el viajero que ya es prolija esta nueva ruta por La Alcarria, quiere terminar con la visita a uno de los monasterios que espera una pronta restauración. En Córcoles, donde recuerdan la estancia  de Cela, languidece el monasterio cisterciense de Nuestra Señora de Monsalud ─del que hablará el viajero en otra ocasión─, uno de los más importantes del Medioevo que hubo en la Península Ibérica, de los tres construidos en lo que hoy es la provincia de Guadalajara: Bornaval (Retiendas, cerca de Cogolludo) y Óvila (Trillo), junto con el citado.
Monasterio de Monsalud

El abandono y el expolio mal endémico de los pueblos de antes─, así como la desamortización de Mendizábal, terminaron con estos monasterios. Baste un ejemplo del expolio: la portada manierista de la iglesia del monasterio de Óvila está reconstruida en San Francisco, California.

Los reyes favorecieron los monasterios, entre ellos Alfonso VIII, a quien Atienza salvó, disfrazándole como un niño más de los arrieros, para que no cayera en manos de su tío Fernando III de León, que pensaba apoderarse del reino de Castilla, hecho que celebra La Cabalgada de Atienza, en el domingo de Pentecostés.
Sirvan estos versos para recordar el monasterio de de Nuestra Señora de Monsalud:

En Córcoles se oyeron,
Las salmodias de monjes cistercienses,
Ya tus naves murieron
Que vieron amanuenses
En estas tierras guadalajarenses.

La soledad rodea
El enclave que hoy es finca de bodas
De extraños a la aldea.
Y así tu historia enlodas,
Piedras que fueran tus preciosas odas.

Solo quedan paredes
Y vanos carcomidos en silencio.
A la vista concedes
La ruina que evidencio
Y, si acaso, tu historia reverencio.

¡Monsalud¡ ¡Quién te viera
Cuando te dio Alfonso, el de Las Navas,
El poderío, que era
Real, y muy bravas
Las gentes de la tierra en que te enclavas.

Gótico y románico
Idos son de tus muros y tu historia
Como un breve cántico.
No olvidó la memoria
Que fuiste principal, al ver tu escoria.

Fuiste gloria del arte;
De la cultura, fuiste semillero;
De la fe, baluarte
Del trabajo, el obrero;
Y, en la construcción, fuiste cantero.

Y, en Monsalud, cerca de un pueblo de interés como lugar turístico, Retiendas, donde se encuentra el Monasterio de Bonaval, y muy cerca del  pueblo del viajero ─allí nació uno de los mejores alcaldes que tuvo Cogolludo, padre de su amigo Balín─,  termina esta travesía con la intención de hacer una nueva ruta: la de los castillos, monasterios y otros lugares de interés de la zona de Molina de Aragón. Pero alzando sus ojos hacia las sierras, el viajero descubrió el Ocejón, la montaña que veía siendo niño, que hablaba con voz de nieve y que, nevada, parecía un gran trompo (o peonza) con el que jugaba y no pudo olvidar decirle “un hasta pronto”.
Tan cerca y tan lejano;
Levanta el Ocejón su fuerte torso
–Muralla que defiende a los serranos –,
Y sus pueblos, cabezos dibujados,
En oteros y valles que, devotos,
De sierra tienen hambre,
De nieves tienen aires,
Del cielo, la limpieza en los arroyos.
Por Tamajón subimos.
Nos acompañan, jóvenes, los pinos,
Y el olor resinoso de jarales;
Los ciervos que descienden a los valles
Cruzan la carretera con sus crías
Cuando muere la tarde,















Y es el bosque, en la umbría,
Un remanso de pinos que dormitan,
Alguna que otra haya despistada
Y las jaras, alfombra negra y blanca.
El fondo de los valles es arroyo
Que fluye lento y solo;
Su corriente, cristal; pura, su alma.
Con orgullo, contempla el Ocejón
Sus extensos dominios;
Se hace el tiempo oración
De las jaras, las hayas y los pinos
Cuando duermen los pueblos
Y el paisaje dormita en los oteros,
Vestidos de pizarra.
Tus ojos han bebido esta belleza;
Tus oídos, la voz ronca del aire.
Tu piel ha sentido las aromas de los valles
Y el amor arropó siempre tu alma.
Deja, amada, que esta hermosura
En tu experiencia anide, clara y pura,
Que tal belleza ha sido huida
Y de las grandes urbes, retirada,
Para habitar, solitaria en las alturas
Y el alma, solo allí, poder vivirla.
                                  

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
                          Maestro. Profesor de Filosofía y Psicología

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