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61. Por tierras de Colombia

   
                                                     POR TIERRAS DE  COLOMBIA (I)



La moderna Bogota.
Es  intención del viajero revivir una serie de recuerdos de los viajes que ha realizado en Colombia. Hablará de sus gentes, ciudades y pueblos – los más típicos que nunca había contemplado –; paisajes, arte y de aquello que más ha llamado su atención. En esta primera participación, ha escrito sobre su llegada a Bogotá y Cali y los sentimientos de los días anteriores al viaje, tan largo e inesperado, acompañado de quien sería su mujer, que le había contado algunas experiencias de su infancia en Colombia y que el viajero narra en el siguiente poema.


(Isabel en su casa, días antes de iniciar el viajero el viaje a Colombia y en Cocora, valle que produce las palmas más altas del mundo, llamadas de Quindío. El viajero hablará  de él en otra ocasión. Isabel le enseñó su tierra, en cuyo paisaje ha escrito el dedo de Dios y, por eso, tiene alma y una sonrisa verde.)


Todo llega, Nancy – así  te llamaban de pequeña
cuando vivías en tu tierra–.
Nombre hebreo,  derivado de Ana,
“Dios se compadece” – la  Biblia nos enseña –,
o “compasión de Dios”, amada.
Esos son los significados de ese nombre.
Y a ti te gusta – yo lo sé –,
y no importa cuál rece en tu carnet.
Todo llega – te decía –, y nos queda un suspiro,
un suspiro, mi querida Isabel,
para que, de nuevo, escuches muchas veces
que te llaman Nancy en tu entorno familiar,
en el que te enseñaron a amar.
Y regresarás a los recuerdos de tu infancia
a los lugares que te hicieron,
a los entornos que te dieron
esa alegría que inunda tu alma cuando de ellos hablas
y recuerdas aquellos años de inocencia en calma.
Todo llega porque el tiempo es efímero
y, con frecuencia, de nosotros se apiada
y nos trae la dicha que ansiamos y nos sacia el deseo.
Todo llega, Nancy. Y yo también me alegro,
sobre todo por ti. Para mí, es mayor la aventura
y  larga la inesperada singladura.
Nunca he vivido en tu tierra tan querida para ti
ni jamás lo había pensado. Pero te conocí.
Y ya ves, Nancy –Isabel–,
apenas siete días y volverás a ver amanecer
el sol del Valle del Cauca y de tu Sevilla,
ese mismo que bronceó tu piel, siendo muy niña;
y volverás a ver las henchidas nubes tropicales llover.
y esos soles que dibujan en el cielo al anochecer.
Esas nubes que, en los días de mayor ilusión,
imaginabas ver en ellas
las hermosas muñecas
y juguetes del ayer
que el Niño Dios te iba a traer.
Y, entonces, todo era emoción.
Y volverás a ser Nancy, Isabel;
pero no te asustarás del Viruñas
si no vuelves a casa a las diez.
(Y te decían, entonces, que era un enemigo malo
que le gustaba hacer ruidos en los campos
y mover de sitio cosas en las casas, de la ciudad alejadas,
y  de espesos bosques rodeadas;
y el Viruñas, frecuentemente,
como diablo demente,
aparecía con un perro negro,
con dientes largos y afilados, rabioso y muy feo,
con ojos incandescentes como llamas,
y arrastrando cadenas como un condenado
que saliera del infierno.
Tú, como eras niña, te asustabas.
Y las gentes madrugadoras, que recorrían el campo,
solían escuchar, en los caminos, un tropel de reses,
que no era real, sino imaginado;
y también, a veces,
altisonantes voces de vaqueros malhumorados.
Y cuando se arrimaban a un barranco,
para dar paso al supuesto rebaño,
solo sentían un violento ventarrón
y sufrían el natural sentimiento de terror
y aquel horrible espanto…)
Y hablarás de todo esto con tus hermanas,
Y una, artista – yo lo sé –, como ninguna,
dejará una obra de arte en tus uñas.
Y reirás con esa alegría que transmites y que te viste el alba.
Y yo memorizaré tus infantiles hazañas
y ¡quién sabe! Me darás nuevos motivos para escribir.
Y cuando acabe el viaje, mi amada,
–mi maleta cargada de recuerdos–,
alejado de tu tierra, volveré a vivir,
de nuevo, tu alegre infancia en ellos.
Y seré muy feliz porque tú lo habrás sido;
y lo serás aunque, por otro tiempo, abandones el nido,
que nunca has olvidado
porque nada es tan amado
como el cálido hogar de la infancia,
como los cuidados maternales y abnegados
de una madre, ejemplo de trabajo y de constancia.
Nada tan amado como el sacrificio de un padre,
cuyo sudor ha regado plataneras y cafetales,
recorriendo en su Willys cada instancia.
Nada más amado que los juegos, en libertad,
y esas cómplices travesuras fraternales…
Volverás a ser  Nancy, Isabel,
en tu Sevilla y Colombia natal.
Y como en aquellos tiempos que formaron tu ayer
y te dieron tu forma dulce de hablar y de ser,
volverás, de nuevo, a soñar…

                                             Versos para Isabel (2015)

Semanas antes de iniciar el viaje, el viajero vivía un sueño que esperaba hacer realidad desde hacía tiempo. Se había comprometido, y estaba deseando que sus pensamientos se adueñaran de otro mundo desconocido hasta ese momento, en el que la gente era feliz, teniendo mucho menos bienes que posee una gran mayoría de los conciudadanos del viajero; y conservan un ambiente familiar que él solo conoció siendo niño. De eso hacía muchos años.

Era un viernes. La tarde,  muy calurosa, acentuaba el bochorno debido a la gran humedad del aire y no invitaba a pasear. El mar – que otros días regalaba su suave brisa –, era la más absoluta quietud. El ambiente, cordial y alegre, se vestía de azul intenso que duraría todo el fin de semana. Y aquella tarde el viajero recorría las tiendas con Isabel en busca de regalos. Sin embargo, el viajero temía no saber vivir sin ella, la mujer que lo había enamorado.

Había pasado tiempo solo; esta situación le entristecía. Y sabía que la soledad no era buena consejera – o no lo fue para él; a quien le gusta vivir solo o es un dios o una fiera, había leído en Aristóteles –. Y desconocía la causa por la que no se había enfrentado a la melancolía – que dicen es la tristeza del pobre o del poeta –, con más valentía; y por qué no había aceptado su destino con más fe. Con frecuencia, el viajero podría haber dicho aquello que escribió el poeta: “En el interior del alma solo siento / ansias infinitas de llorar”. Su corazón ansiaba – como los criados del rico Epulón, unas migajas de pan–, una brizna de cariño. Verdaderamente, no era agradable estar solo. Pero la vida da muchas vueltas, quizás demasiadas. En el pasado había atravesando un silencio oscuro y, por eso, había muchas cosas en su vida de las que se arrepentía no haberlas hecho de otra manera. Entonces no estaba seguro de cómo vencer al destino; y, en la soledad, no podía silenciar ciertos remordimientos que le recordaban lo que había sido y ya no era.   
 
Y llegó el día. El viaje a Bogotá fue agradable y tranquilo. El viajero no esperaba soportar el cansancio de esa larga travesía con la resistencia que lo hizo. Ni tampoco su hija lo creyó. Al enterarse de su viaje, le comentó: "¡A Colombia! ¿Qué se te ha perdido a ti allí, papi? Tú no aguantas ese viaje."

Diez horas y media en el avión pueden agotar a cualquier persona. Sin embargo, de no ser por el ruido que hacía la imponente mole del Airbus, hubiera podido imaginar el viajero que estaba sentado en el salón de su casa. Vio tres películas, leyó el periódico. (Por cierto, plagado de noticias sobre la renuncia del rey Juan Carlos I y la entronización de Felipe VI. Le llamó la atención una foto de padre e hijo abrazándose. La emoción era  palpable. Podían verse las lágrimas de ambos, y estas  hablaban silenciosamente. Y, sin embargo, pensó, que era el más noble de los lenguajes y lo mejor que el humano puede ofrecer, salvo, quizás, su tiempo.

Leyó al periodista Carrascal. Firmaba un artículo lleno de razones para sostener la monarquía en España; y deseaba acierto y venturas al nuevo rey. Tendría que lidiar este con un problema sustancial para la convivencia de España: el separatismo catalán y vasco. Nudo gordiano que debía desenmarañar el nuevo rey. Pero el viajero – simple testigo de este hecho histórico trascendente –, sabía la dificultad que esta situación entrañaba. Ya lo había vislumbrado el filósofo Ortega y Gasset, cuando, en los albores de la República, confesaba en las Cortes Españolas: "El problema catalán no tiene solución. Debemos acostumbrarnos a convivir con él". Y setenta y dos años después, el filósofo seguía teniendo razón; y no sabía el viajero durante cuantos años más, porque es humano equivocarse e, incluso, tropezar en la misma piedra muchas veces, teniendo conciencia de ello.

Nancy, en ocasiones, estaba nerviosa. Tiene fobia al avión. Le sudaban las manos. Pero el viaje fue muy tranquilo, sin la menor turbulencia. Ella durmió.

El viajero dio varios paseos por los estrechos y largos  pasillos para – como se dice vulgarmente –, estirar las piernas. Se fijó en los pasajeros. La mayoría dormía. Es curioso, al menos, ver las expresiones de la gente dormida y las posturas tan increíbles que toman en los asientos, aprovechando el escaso espacio, aunque el avión era muy cómodo. Algunos tenían una expresión bastante tranquila, sin denotar nada que les preocupara; otros –si hubiera tenido el viajero que compararlos con alguna imagen –, parecían los caprichos de Goya. Le molestaría que a él le vieran con esas muecas en el rostro. Recordó un texto que había leído que decía algo así: “El rostro del hombre dormido manifiesta muchas cosas que esconde cuando está despierto”. Al contemplar a aquellas personas, pensó que tal vez fuera verdad; pero imposible saber qué ocultos misterios disimulaban. Se conformó con decirse: el hombre es un enigma tanto dormido como despierto. Ya lo dijo D’Alambert: “La naturaleza humana es un misterio impenetrable al hombre mismo cuando solo lo alumbra la luz de la razón”. Y el viajero cree que llevaba razón.

Eran las tres y media de la tarde cuando el Airbus aterrizó en el aeropuerto internacional de Bogotá. Como suele ser frecuente en los viajes aéreos, el vuelo a Cali, último destino del viajero en avión, se había retrasado. Pero, en esta ocasión, el sino quiso ser un necesario benefactor. De haber salido puntual, hubieran perdido el vuelo, con el trastorno que esto les hubiera ocasionado y la preocupación de la familia de Nancy.

El viajero ha sobrevolado, en otras ocasiones, la ciudad de Bogotá muy iluminada, cuyas calles y carreras trazaban gruesas líneas que la cuadriculaban, haciendo de ella un precioso puzle, extenso como un mar. Bogotá no ha querido crecer hacia la altura, sino en extensión. Pero, cuando el viajero visitó la capital, donde los más de siete millones de habitantes hacen del tráfico una actividad insufrible – siendo una bella ciudad con un centro colonial extraordinario –, pudo quejarme con Byron: “Para mí las altas montañas guardan una sensación íntima, y el rumor de las ciudades, por el contrario, es mi tortura”. En Colombia, el viajero estaba completamente de acuerdo con el  alemán. El viajero gozó, sobre todo, de la maravilla de los paisajes de Colombia, sus profundos valles, sus altas montañas, sus nevados de altura no imaginada en España; y sus ríos de plata, de colores, bravíos y tranquilos, como relatará el viajero en próximos artículos.


La moderna Bogotá

Pero, aunque la nueva hora de salida era  las seis de la tarde, el avión despegó de la pista, rumbo a Cali, a las siete. En el mostrador de la puerta 84 se había formado una larga cola de personas que esperaban la salida del vuelo. Una y otra vez, la voz de la azafata repetía: "– Si alguno de los  pasajeros quiere ceder su plaza a otros que necesitan llegar antes a Cali, la Compañía Avianca le regala doscientos mil pesos o un trayecto gratis de seis mil millas". Una decena se acercó al mostrador. "La crisis económica"– pensó el viajero.

Valle de Cauca.
El vuelo a Cali fue rápido y tranquilo; y, aunque la voz del comandante anunciara que habría turbulencias, el viaje fue muy cómodo. Sin embargo, Nancy cambiaba de color, cerraba  los ojos y sus manos sudaban, presa de la fobia que tiene a volar, ante cualquier ruido  o débil movimiento. El viajero no sabe por qué, pero los viajes nocturnos generalmente son más tranquilos. La noche oculta los miedos y las fobias. Pero también sintió no poder seguir el curso del río Cauca desde el cielo (cosa que haría otros días), de enormes meandros y aguas de lodo. Contemplarlas infunde miedo al viajero, como las del Magdalena, en Tolima. Otros ríos son cálidos y limpios y, algunos, parecen mares; y el Siete Caños, se viste de colores antes nunca contemplado por el viajero en una corriente de agua.

Valle de Cauca.
En Cali, en la salida de llegadas nacionales, un grupo de personas se amontonaban ante las puertas de grandes cristaleras. Nancy esperaba encontrar a su hermano Duberley, pero estaba en la puerta de llegadas internacionales. Ni el viajero ni Nancy tenían cobertura en el móvil. El viajero comprobó  que hay gente buena que se las ingeniaba para ganar unos pesos honradamente.

–¿Necesitan llamar por teléfono? – preguntó un señor a Nancy que observaba atentamente la calle.

– Ahora – contestó Nancy– que miraba a un lado y a otro buscando con la vista a su hermano, incluso alejándose de donde estaban las maletas que  cuidaba el viajero.

Pero cuando hubo necesidad de llamar, había desaparecido el señor que vendía minutos para hablar desde su móvil, algo que el viajero jamás había visto en ninguna ciudad o aeropuerto en los que había estado. Se extrañó.

– Venden minutos de su móvil por cien pesos (un euro puede valer, al cambio, más de tres mil pesos), el minuto – dijo Nancy.
– ¿Sí?– preguntó, con incredulidad el viajero.

La vida volvió a su móvil y pudo llamar a Duberley, un hombre joven, "moreno de verde luna" – que diría Lorca –, de conversación fácil, acento cálido y deje colombiano; y defensor de que su sobrino Bryan no lo perdiera. Duberley comentó al viajero que se lo había imaginado más serio; pero que, al hablar personalmente, no era cierta esa primera impresión. Duberley y Alberto, su amigo, colocaron el voluminoso equipaje en la camioneta. Alberto lo aseguró con una cuerda.

La Ermita (Calí). Un bello neogótico. 
Sobre lo que le dijo Duberley, pensó el viajero lo equivocados que están  quienes se dejan llevar de la primera impresión. ¡Cuántas veces el viajero, en las clases, había hablado con los alumnos de este tema! Es preciso conocer antes de juzgar. Porque  la opinión sobre otras personas, en muchas ocasiones, se basa más en el sentimiento que en el conocimiento. Y, como pensaba el filósofo Feuerbach: “La mediocridad pesa siempre rectamente, pero la balanza es falsa”.  

Una vista de Cali. 
Sin embargo, conociendo después a Duberley, nada de lo dicho anteriormente era aplicable a él.  Es un buen hombre, conocido por toda Sevilla, la Sevilla colombiana, donde hay más motos que casas que, en más de un noventa por ciento, miran las calles por ventanas, puertas y escaparates de tiendas y negocios. Duberley es, probablemente, el mejor mecánico de Sevilla. Solía decir: “– Yo soy rico: tengo salud, trabajo y una familia extraordinaria”.

ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y Psicología

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