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63. Por tierras de Colombia (III)


           CAMINO DE SALENTO


Era el 15 de agosto de 2014. El viajero vería por vez primera el pueblo de Salento. La mañana había madrugado bastante fresca y un tímido sol –vergonzoso a esa hora–, intentaba asomarse al cielo de Sevilla-Valle por el telón oscuro que habían tejido las nubes y que cubrían todo el cielo. El valle del Cauca se teñía de azul. Los  canarios de doña Tulia, la madre de Nancy, trinaban sin descanso saludando al nuevo día. Sevilla-Valle dormía cuando eran las siete de la mañana de un domingo, que no sería uno más porque el bello y típico pueblo de Salento –considerado uno de los más bellos del Departamento del Quindío–, y el Valle de Cocora esperaban la visita del viajero, de Nancy y de sus familiares.


Valle de Cocora. Las palmas de cera o de Quindío.
El viajero sabía que el valle de Cocora es la niña de los ojos de Salento, “donde las palmas arañan el cielo”. Efectivamente, en laderas y valles muy verdes, desafían al firmamento, como enormes lanzas que rematan unos pequeños penachos, un conjunto de palmas, a que Humboldt les dio el nombre científico de Xerosilon quindiesis, pero que se conoce como la palma de cera o de Quindío. Es fuerte, dura y poco flexible, con un tronco blanco y anillos negros. Para llegar a alcanzar su máxima altura necesita cincuenta años de vida. Posee un doble récord: ser la palma que crece a mayor  altura, sobre el nivel del mar: tres mil metros; y el de la palma más alta del mundo. En efecto, esta palma puede elevar su penacho hasta los setenta metros, altura equivalente a la de un edificio moderno de veinte pisos. Altura muy considerable, teniendo en cuenta el pequeño grosor de su tronco, desnudo, vertical, perfectamente recto.


Valle de Cocora. Las palmas de cera o de Quindío.
A cuarenta kilómetros de Armenia –que en su fundación fuera un Corregimiento de Salento–, capital del Departamento de Quindío, se encuentre Salento y a cinco de este, El Valle de Cocora, de suave  declive, situado a dos mil metros sobre el nivel del mar, con un promedio de temperatura de quince grados, que puede descender a cinco. Y el viajero esperaba que se cumpliera lo primero para que la estancia fuera más agradable.  

Un hermoso paisaje del Valle de Cocora.
 Pero el viajero hace una parada en Calarcá, el pueblo de Caliche, cuñado de Nancy. En un pequeño parque del pueblo desayuna el viajero y acompañantes.

  El nombre del pueblo, Calarcá, proviene de un Cacique: Calarjá, que habitaba la zona y la montaña cercana, llamada Piedras Blancas.  Dice la historia que en la Pascua de 1607, acompañado de Cocurga y Coyara y cuarenta indígenas, Calarcá atacó el fuerte de los españoles, llamado Maíto (que también es un plato de los pueblos amazónicos. Su nombre proviene del pescado que se utiliza en su elaboración). Diego Ospina, el capitán del fuerte  disparó en el pecho al Cacique Calarcá y murió. El resto de indígenas Pijaos huyeron. Una leyenda posterior, dice que no murió entonces, sino a manos del Cacique Combeima que vengó, de esta manera, la muerte de su hijo Coyaima. Pero esto último más bien parece una leyenda del siglo XIX.


Casa colonial antioqueña (Calarcá).   
La fundación de Calarcá se debe a Segundo Henao, junto con otros. Su acta de fundación data de 1886. Aquella treintena de residentes en se fundación se ha convertido en ochenta mil. El viajero conoce que Henao es un apellido muy común en Colombia. Llegó a  España –según dice la heráldica– con la venida del emperador Carlos V, instaurándose el apellido en Cantabria; y pasó a América con el Capitán Henao en uno de los viajes de Pizarro. El Capitán casó con Coya Capac hermana de Huaina Capac, el último Inca, que tuvo catorce hijos y murió en 1527, tras una vida llena de guerras y conquistas.  

El Mariposario (Calarcá).
Calarcá descansa al pie de unas verdes colinas y no es extraño que el poeta Baudilio Montoya –el rapsoda del Quindío, hinchiera  sus ansias de poeta en un lugar donde el lenguaje es poesía, donde la naturaleza ama la belleza y tiene una sonrisa verde de sierra y de cafetos, de algunas plataneras y de árboles florecidos, como los sietecueros. Los guaduales ci
mbrean sus penachos acariciados por el viento al ritmo de habaneras, pero también del sufrimiento y dolor que canta el poeta.

                                 “Ah, caminos de mi tierra,
                                  caminos  hoy sin amparo,
                                  caminos ayer tan buenos,
                                  pero ahora tan amargos...”

En el parque citado, sobre el blanco mármol de un monumento, están esculpidos los versos de  dos sonetos que el viajero transcribe. Aún no conocía al poeta, que no nació en Calarcá, si no en Rionegro (Antioquia); pero llegó al lugar a los cuatro años y se considera calarqueño. Entonces Calarcá era un pequeño caserío o vereda, llamada La Bella.  El viajero leyó sus versos –el segundo soneto,  probablemente, dedicado a su mujer Julieta Soto–, y le dijeron mucho más que las palabras.

Porque pueda el espíritu angustiado,
purgar todos los yerros de mi vida
dame un dolor, Señor, que sea una herida
así como tu herida del costado.

Llevaré, ante tu gracia, embalsamada,
mi fe como una lámpara encendida,
si tú con pena merecida,
llenas mi corazón atormentado.

Y para ser, cuando me torne escombros,
el cordero más blanco del aprisco
que vaya siempre en tus amados hombros.

Antes, Señor, de que mi ser deshagas,
dame, como al seráfico Francisco,
las cinco rosas de tus cinco llagas.

(1903-1965)
                  
                        Zaida
        
Pesó lo que la lumbre sobre el viento
lo que un libro en desmayo sobre el día
lo que pesa un minuto de alegría
en el dominio azul del pensamiento.

Su talle fiel, el fino movimiento
de los juncos vernáculos tenía    
y con todo su encanto parecía
la princesa romántica de un cuento.
        
 La supe amar con el amor más fuerte
hasta el duro momento en que la muerte
se la llevó en una urdimbre de piragua.
                  
Y hoy pienso que mi vida que la nombra     
fue tanto más fugaz, como la sombra
que hace un pájaro en vuelo sobre el agua.


Y repuestas las fuerzas del cuerpo y el alma, el viajero siguió, acompañado por Nancy y su familia, hacía el bello pueblo de Salento. Les acompañaban las hermosas y típicas fincas convertidas en hoteles de turismo, colinas redondeadas y valles cuyos matices de color verde él no había contemplado nunca. Valles donde la belleza se hizo árbol, guadua, hierba inmaculada; río cristalino que preferiría detenerse y nunca morir en el mar. Manchas de cafetales de un verde oscuro que tienen envidia de las guaduas y plataneras, sonrisas verdes de un paisaje que enamora. Pero en medio de tanta belleza, también supo el viajero que, en Calarcá, se esconde la miseria y maldad humana, representada en la cárcel de máxima seguridad, de Peñas Blancas.

El pueblo es grande, más que Sevilla, aunque Nancy protesta. Hay casas muy bien conservadas, pintadas, con tejados rojos, calles en perfecto estado y árboles aquí y allá que sombrean y hermosean el lugar. Pero si de algo se siente orgullosa la villa de Calarcá es de su Mariposario, construcción en forma de mariposa, del Parque de la Vida y de La Plaza de Simón Bolívar, remozada.

Cementerio Libre de Circasia, entrada principal.
Carretera adelante, entre los árboles, que unen sus copas, vio el viajero como las colinas y valles les acompañaban, formando ondulaciones, grandes olas verdes, y en las crestas, típicas casas blancas. La autopista es rápida y no hay mucho tráfico. Los paneles anuncian desvíos a Pereira Capital de Risaralda, la ciudad del viaducto, tan alto como para hacer un arroyo al río Otún, que nace en la laguna del mismo nombre, en el Parque Natural de los Nevados, situada a 3.950 metros de altitud. El río desemboca en el Cauca–; Circasianombre que toma de una  región de la antigua Rusia; que tiene importantes urbanizaciones que blanquean el verde de las colinas y es célebre por su Cementerio Libre, panteón en el que cualquier ser humano pudiera ser sepultado sin atender a credos ni ideología política, como himno a la libertad. En su entrada, grabado en piedra, puede leerse un Himno a los muertos, de Antonio Restrepo, que compuso en Ginebra en 1932; y dentro puede contemplarse su busto, así como el de Braulio Botero Londoño, que hizo el proyecto, aunque fue modificado; y bajo el busto puede leerse la leyenda: Braulio Botero Londoño (1903-1994). Alumbró cual antorcha vibrante el tortuoso camino de la libertad. Su arquitectura se inspira en la masonería; están representados el compás y la escuadra, y puede leerse Cristo Arquitecto del Universo; y admirar un mural con el título: Justicia, Amor y Libertad, además de bellos panteones. Las casas de Circasia relucen con el cálido sol de la mañana. Las  flores multicolores parecen sonreírles. Y el viajero anota en su memoria todos estos detalles.
Busto de Braulio Botero.

Tomaron el desvío a Salento. En una curva de la carretera hay un puesto de chócolo (piñas de maíz asadas, con mantequilla y sal, a fuego de carbón) que el viajero y la mayoría probaron.

Desde la carretera, el valle era impresionante. Un ensueño. El fondo ocupado por casitas de tejados negros como la pizarra. Las montañas, acariciadas por nubes blancas, miedosas de mancillar el azul, descendían suavemente en las laderas, moteadas aquí y allá de árboles y grupos de guaduas que exhiben sus penachos casi dorados, amarillentos, mientras en las alturas, agrupamientos de vegetación parecían enormes cabellos que le hubieran crecido a la cumbre. Más alejadas, las azules siluetas de grandes montañas. Contemplaba el paisaje el cansino discurrir del río, plateado en ese momento, bordeado su cauce de fina hierba; y el viajero lo acompañaba.

Boquia (que ofrece zonas de acampada en una naturaleza de ensueño), su cascada, hileras perfectas de piñas, un pequeño río, el Quindío, y parada ante una enorme vaca hecha de tela plástica que anuncia arroz con leche y otros productos lácteos muy exquisitos. Compraron para tomarlos a la vuelta y llevar algunos a casa. La dependienta guardó la compra hasta que volvieran de regreso.

Y, atravesando parte de Salento, descendieron al Valle de Cocora. A la izquierda de la carretera, un profundo valle que conduce ríos como el Cocora que viene de Tolima, Departamento cuya capital es Ibagué, parada obligatoria de La Gacela, el autobús que sale de Sevilla-Valle y llega a Bogotá tras más de ocho horas de viaje, la carretera sobre abismos, recorre un paisaje admirable; el río Quindío que bordea Armenia y hace del valle un cuento de hadas. Era otro momento de belleza que el viajero estaba viviendo.

Terminado el descenso, se encuentra el viajero con las famosas Palmas de Quindío, rectas como flechas, con un pequeño penacho en la punta, algunas arropadas con otros árboles frondosos porque, como los humanos, no aman la soledad. Y alguna perdida en la última cumbre, solitaria, esbelta, soñadora, contradiciendo lo dicho anteriormente. “Quizás la excepción que confirma la regla”–pensó el viajero. Doña Tulia, mamá de Nancy, muy observadora, también supo ver esa excepción en la cúspide de una montaña. Una palma de Quindío contemplaba el valle desde la cima más alta.

La temperatura era muy agradable. Descendieron en busca de las truchas. Alevinos y de tamaño considerable –hasta doce libras–, esperan el alimento que, tanto grandes como pequeños arrojaron a los criaderos, junto al río, en el profundo valle que riega constante, y se pierde entre arboledas tupidas como una pequeña selva, en busca de un hermano mayor que necesite acrecentar su caudal en épocas de pocas lluvias.

Vistas de la plaza de Salento, Parroquia
y monumento al fundador de la villa.
Estaba el viajero a once kilómetros de los Nevados, de cumbres superiores a los cinco mil metro, donde el viajero se figuraba la poca cosa que es el ser humano ante esa grandeza eterna, blanca de nieve y soledad absoluta.  Y tras la contemplación de un paisaje inolvidable, y recorrer las tiendas de souvenirs, volvieron a comer a Salento, su último destino ese día.

Subieron hasta la plaza, un cuadrado casi perfecto. A ella desembocan cinco calles. Un jardín cuadrangular, de menores dimensiones que la plaza, con vetustos árboles, más de una docena de palmas de Quindío y un abeto sombrean todo el conjunto. Alrededor del mismo, los puestos de souvenirs y otros objetos dan vida al ambiente. Es una mañana soleada que invita a pasear.

En un lateral se encuentra la iglesia, majestuoso, en su sencillez, el exterior; el interior de tres naves, columnas imitación de mármol y capiteles con adornos dorados. Un Cristo, atado a la columna y caído en el suelo, escucha las oraciones de un grupo de personas. En frente de la iglesia, el Ayuntamiento. Casi en el centro, hay una estatua en honor de Simón Bolívar que estuvo en Salento el 5 de enero de 1830 y salió hacia Margarita, vía “Boquerón” al día siguiente, como reza la leyenda. Así mismo, hay un busto homenaje a Pedro Vicente Henao, el fundador de la ciudad. Y pensó el viajero que los Henao tenían dotes de fundadores en ese Departamento. La placa está firmada por más de una veintena de firmas ilegibles. El Ayuntamiento y las casas que rodean la plaza, así como también los aleros y balcones torneados, las puertas y zócalos están pintados de llamativos colores que dan al lugar una ambiente moderno y festivo. Es muy agradable pasear en esas horas de la mañana y mucho más a la caída de la tarde.


Hermosa vista de la iglesia y casas de la plaza (Salento).

Una joven ataviada con el traje que utilizaban para recolectar el café –falda negra y cintas en los bajos, amarilla,  azul y rojo; la blusa blanca y bordada en el pecho–, les daba la bienvenida.

Y tomaron la calle Real. El viajero no había visto nunca tanto colorido y tan alegre en fachadas, puertas, ventanas y balcones torneados. Abundan los rojos, verdes, blancos, amarillos, anaranjados, azules... Pero ninguno hiere la vista. Es un todo armónico, diferente, cálido como las pinturas naif, de infinita inocencia; como el viajero imagina a las personas que pasean tranquilamente, entran y salen en diferentes comercios –también un mundo en color que invita a permanecer–. Un pueblo –típico de la época colonial, de gusto antioqueño–, de ensueño, de un cuento de hadas, donde hasta las casas sueñan.  Y no exagera el viajero. Ese sentimiento delicado que experimentaba le daba vida, sosiego y una ansiada paz en ese ambiente antes desconocido.

Un grupo de música vocal, interpretó dos canciones que el viajero escuchó. Una de ellas le gustó y le entristeció: “Pueblito viejo”. “Morir aquí en tu suelo, /bajo la luz del cielo que me vio nacer”. ¡Qué lejos estaba el viajero del suyo! Aunque se sentía feliz, tuvo nostalgia. Tampoco ese año estaría en sus Fiestas que celebra en agosto y era el día 15, Nuestra señora de la Asunción, la fiesta de la Patrona de su pueblo, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Remedios. El viajero se encontraba en Salento. Al regresar por la tarde,  volvió a ver al grupo intérprete, y  felicitó a los tres componentes: dos jóvenes y una joven.


Grupo de casas de la Calle Real de Salento

Al fondo de la calle Real, hay una larga y empinada escalera que comienza a los mismos pies del restaurante Venga le digo, en que comieron. Gente de todas las edades y condición subían y bajaban aunque son muchas los peldaños que conducen a un mirador.

Y terminada la animada comida, en un ambiente muy familiar, el viajero se adelantó al resto de acompañantes y ascendió la larga escalinata (265 escalones) para contemplar el paisaje desde la altura. Siendo bello, no era muy diferente del que se podía contemplar desde el restaurante. Sin embargo, desde El Mirador, ubicado en la otra vertiente de la colina, le ofreció el valle la mejor vista, inolvidable: Cocora, la Cordillera Central de Los Nevados y el casco urbano del pueblo de Salento, defendido por alguna palma solitaria y la torre de la iglesia.

Es difícil describir tanta belleza. No tiene el viajero recursos ni palabras para dar vida a cuanto vio. Es verdad que intenta hacerlo lo mejor posible, pero no está acostumbrado a paisajes como el que contempló. Y recordó unos versos de un poeta de Cali (Colombia) que dicen, referidos al paisaje:

                                De tanto mirar nubes cambiando de colores
                                en los atardeceres apacibles del valle,
                                de tanto ver la luz rosada en el Nevado,
                                lentamente el anciano se convirtió en paisaje.

Visitó el viajero las tiendas de artesanía, en una “traboule”, que dicen los franceses (o callejón sin salida), como las de de Lyon o de Fez –que el viajero ha visto–, donde se encontró con Nancy, a quien parecieron demasiadas las escaleras para subir al Mirador. Eran bellos e innumerables los objetos expuestos a la venta, muchos de ellos hechos en guadua. Las guaduas son grandes cañas, como las de bambú, resistentes y gruesas. Se las considera el árbol nacional.

En la plaza, reunido el grupo, compartió el viajero unos helados y refrescos. Era apacible la tarde y sería siempre bella y nostálgica en su recuerdo. El viajero deseó volver a verlo. Pero hay deseos que solo son sueños, otros que son necesidades y algunos que son simplemente utopías. ¿En cuál de ellos se podría clasificar el suyo? No lo sabía. Pero de algo estaba seguro. Había vivido unas horas en un pueblo que, rara vez, volvería a ver otro igual o semejante aunque supo que en esto se equivocaba: hay muchos pueblos en Colombia más hermosos que Salento; a gusto del viajero, ninguno como Jardín. Cerró los ojos. El viajero no se atrevía a pedir un deseo. Hubiera sido romper aquella magia. Simplemente, quiso hacer como cuando a Nancy le pregunta: “¿En qué piensas?” y ella responde: “En nada”, cosa para él imposible. Pues consciente o inconscientemente siempre pienso en algo. Y muy frecuentemente es ella la que llena sus pensamientos. Y, en esos momentos, los llenaba Salento.
Finca de recreo. Peñas Blancas (Calarcá).

¡Oh pueblo de Salento!
que como un libro mágico leí:
un verdadero cuento
que era real, y vi.
Y fue el valle la página que abrí,

la primera, Salento;
y la segunda el río –cristal de plata–,
discurre limpio y lento.
Allí, el alma sensata
disfruta de tranquila paz y grata.

Es tu calle Real
un himno a la belleza, a la alegría
y al color boreal.
Cuando amanece el día,
pintas de color la monotonía.

Yo nunca había visto
un pueblo como tú: respiras vida.
Con extrañeza, asisto
–mi alma a ti unida–,
a una visión real, desconocida.

Y nutren el Quindío
nieves frías de los altos Nevados.
¡Qué solo baja el río!
¡Qué tapiz de arbolados!
¡Matices de colores dibujados!

El cóndor sobrevuela
el cielo sin mancha, inmaculado.
Un negro centinela
que mira, extasiado,
el niño que lo ve tan alejado.

Altas palmas de cera
–que también son llamadas de Quindío–,
y el sabio Humboldt fuera,
en un lugar umbrío,
quien las descubriera. Era el estío.

De la historia me fío.
Y, al verlas, que llegan hasta el cielo,
su tronco liso y frío,
sus copas, un pañuelo,
mi recuerdo es deseo y es anhelo

de nobles ideales
porque ellas al cielo se levantan.
No hay árboles iguales
  y nuestros ojos atan
a la sola beldad que ellas acatan.

 Crecen rectas y bellas
en el tranquilo valle de Cocora.
No hay entre ellas querella
y el tiempo es un ahora
porque el reloj se olvida de la hora.

Salento es su dueño.
Cocora es la niña de sus ojos:
es un lugar de ensueño,
de deseo y antojos,
de besos, de abrazos, de desenojos.

Y yo te paseé,
junto al amor que venía a mi lado.
En tu iglesia recé.
Tu música me has dado
y tu adiós de color enamorado.

Y al caer de la tarde,
mi alma vestía el agradecimiento.
Y mi memoria guarde
el hondo sentimiento
que, orgulloso, me diste tú, Salento.


Quiso dormírsele el pensamiento y eso hubiera querido el viajero. Pero no siempre podía. Juan, su ahijado, fue su preocupación en el camino de vuelta, procurando que durmiera plácidamente como, en realidad, lo hizo. Y, después de tanta belleza, nada más hermoso que el sueño de un niño inocente. 


                              ANTONIO MONTERO SÁNCHEZ
                                                                           Maestro, profesor de Filosofía y Psicología

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