CAMINO DE SALENTO
Era el 15 de agosto de 2014. El
viajero vería por vez primera el pueblo de Salento. La mañana había madrugado
bastante fresca y un tímido sol –vergonzoso a esa hora–, intentaba asomarse al
cielo de Sevilla-Valle por el telón oscuro que habían tejido las nubes y que
cubrían todo el cielo. El valle del Cauca se teñía de azul. Los canarios de doña Tulia, la madre de Nancy,
trinaban sin descanso saludando al nuevo día. Sevilla-Valle dormía cuando eran
las siete de la mañana de un domingo, que no sería uno más porque el bello y
típico pueblo de Salento –considerado uno de los más bellos del Departamento del
Quindío–, y el Valle de Cocora esperaban la visita del viajero, de Nancy y de
sus familiares.
Valle de Cocora. Las palmas de cera o de Quindío. |
El viajero sabía que el valle de
Cocora es la niña de los ojos de Salento, “donde las palmas arañan el cielo”.
Efectivamente, en laderas y valles muy verdes, desafían al firmamento, como
enormes lanzas que rematan unos pequeños penachos, un conjunto de palmas, a que
Humboldt les dio el nombre científico de Xerosilon
quindiesis, pero que se conoce como la palma
de cera o de Quindío. Es fuerte, dura y poco flexible, con un tronco blanco
y anillos negros. Para llegar a alcanzar su máxima altura necesita cincuenta
años de vida. Posee un doble récord: ser la palma que crece a mayor altura, sobre el nivel del mar: tres mil
metros; y el de la palma más alta del mundo. En efecto, esta palma puede elevar
su penacho hasta los setenta metros, altura equivalente a la de un edificio
moderno de veinte pisos. Altura muy considerable, teniendo en cuenta el pequeño
grosor de su tronco, desnudo, vertical, perfectamente recto.
Valle de Cocora. Las palmas de cera o de Quindío. |
A cuarenta kilómetros de Armenia –que
en su fundación fuera un Corregimiento de Salento–, capital del Departamento de
Quindío, se encuentre Salento y a cinco de este, El Valle de Cocora, de suave declive, situado a dos mil metros sobre el
nivel del mar, con un promedio de temperatura de quince grados, que puede
descender a cinco. Y el viajero esperaba que se cumpliera lo primero para que
la estancia fuera más agradable.
Un hermoso paisaje del Valle de Cocora. |
Pero el viajero hace una parada en
Calarcá, el pueblo de Caliche, cuñado de Nancy. En un pequeño parque del pueblo
desayuna el viajero y acompañantes.
El nombre del pueblo, Calarcá, proviene
de un Cacique: Calarjá, que habitaba
la zona y la montaña cercana, llamada Piedras Blancas. Dice la historia que en la Pascua de 1607, acompañado
de Cocurga y Coyara y cuarenta indígenas, Calarcá atacó el fuerte de los españoles,
llamado Maíto (que también es un plato de los pueblos amazónicos. Su nombre
proviene del pescado que se utiliza en su elaboración). Diego Ospina, el
capitán del fuerte disparó en el pecho al
Cacique Calarcá y murió. El resto de indígenas Pijaos huyeron. Una leyenda
posterior, dice que no murió entonces, sino a manos del Cacique Combeima que
vengó, de esta manera, la muerte de su hijo Coyaima. Pero esto último más bien
parece una leyenda del siglo XIX.
La fundación de Calarcá se debe a
Segundo Henao, junto con otros. Su acta de fundación data de 1886. Aquella treintena
de residentes en se fundación se ha convertido en ochenta mil. El viajero
conoce que Henao es un apellido muy común en Colombia. Llegó a España –según dice la heráldica– con la venida
del emperador Carlos V, instaurándose el apellido en Cantabria; y pasó a
América con el Capitán Henao en uno de los viajes de Pizarro. El Capitán casó
con Coya Capac hermana de Huaina Capac, el último Inca, que tuvo catorce hijos
y murió en 1527, tras una vida llena de guerras y conquistas.
El Mariposario (Calarcá). |
mbrean sus penachos acariciados por el viento al ritmo de habaneras, pero también del sufrimiento y dolor que canta el poeta.
“Ah,
caminos de mi tierra,
caminos hoy sin amparo,
caminos
ayer tan buenos,
pero
ahora tan amargos...”
En el parque citado, sobre el blanco
mármol de un monumento, están esculpidos los versos de dos sonetos que el viajero transcribe. Aún no
conocía al poeta, que no nació en Calarcá, si no en Rionegro (Antioquia); pero
llegó al lugar a los cuatro años y se considera calarqueño. Entonces Calarcá
era un pequeño caserío o vereda, llamada La
Bella. El viajero leyó sus versos –el
segundo soneto, probablemente, dedicado
a su mujer Julieta Soto–, y le dijeron mucho más que las palabras.
Porque
pueda el espíritu angustiado,
purgar
todos los yerros de mi vida
dame
un dolor, Señor, que sea una herida
así
como tu herida del costado.
Llevaré,
ante tu gracia, embalsamada,
mi
fe como una lámpara encendida,
si
tú con pena merecida,
llenas
mi corazón atormentado.
Y
para ser, cuando me torne escombros,
el
cordero más blanco del aprisco
que
vaya siempre en tus amados hombros.
Antes,
Señor, de que mi ser deshagas,
dame,
como al seráfico Francisco,
las
cinco rosas de tus cinco llagas.
(1903-1965)
Zaida
Pesó
lo que la lumbre sobre el viento
lo
que un libro en desmayo sobre el día
lo
que pesa un minuto de alegría
en
el dominio azul del pensamiento.
Su
talle fiel, el fino movimiento
de
los juncos vernáculos tenía
y
con todo su encanto parecía
la
princesa romántica de un cuento.
La supe amar con el amor más fuerte
hasta
el duro momento en que la muerte
se
la llevó en una urdimbre de piragua.
Y
hoy pienso que mi vida que la nombra
fue
tanto más fugaz, como la sombra
que
hace un pájaro en vuelo sobre el agua.
Y repuestas las fuerzas del cuerpo y
el alma, el viajero siguió, acompañado por Nancy y su familia, hacía el bello
pueblo de Salento. Les acompañaban las hermosas y típicas fincas convertidas en
hoteles de turismo, colinas redondeadas y valles cuyos matices de color verde
él no había contemplado nunca. Valles donde la belleza se hizo árbol, guadua,
hierba inmaculada; río cristalino que preferiría detenerse y nunca morir en el
mar. Manchas de cafetales de un verde oscuro que tienen envidia de las guaduas
y plataneras, sonrisas verdes de un paisaje que enamora. Pero en medio de tanta
belleza, también supo el viajero que, en Calarcá, se esconde la miseria y
maldad humana, representada en la cárcel de máxima seguridad, de Peñas Blancas.
El pueblo es grande, más que Sevilla,
aunque Nancy protesta. Hay casas muy bien conservadas, pintadas, con tejados rojos,
calles en perfecto estado y árboles aquí y allá que sombrean y hermosean el
lugar. Pero si de algo se siente orgullosa la villa de Calarcá es de su Mariposario, construcción en forma de
mariposa, del Parque de la Vida y de La Plaza de Simón Bolívar, remozada.
Cementerio Libre de Circasia, entrada principal. |
Busto de Braulio Botero. |
Tomaron el desvío a Salento. En una
curva de la carretera hay un puesto de chócolo (piñas de maíz asadas, con
mantequilla y sal, a fuego de carbón) que el viajero y la mayoría probaron.
Desde la carretera, el valle era
impresionante. Un ensueño. El fondo ocupado por casitas de tejados negros como
la pizarra. Las montañas, acariciadas por nubes blancas, miedosas de mancillar
el azul, descendían suavemente en las laderas, moteadas aquí y allá de árboles
y grupos de guaduas que exhiben sus penachos casi dorados, amarillentos,
mientras en las alturas, agrupamientos de vegetación parecían enormes cabellos
que le hubieran crecido a la cumbre. Más alejadas, las azules siluetas de
grandes montañas. Contemplaba el paisaje el cansino discurrir del río, plateado
en ese momento, bordeado su cauce de fina hierba; y el viajero lo acompañaba.
Boquia (que ofrece zonas de acampada
en una naturaleza de ensueño), su cascada, hileras perfectas de piñas, un
pequeño río, el Quindío, y parada ante una enorme vaca hecha de tela plástica
que anuncia arroz con leche y otros productos lácteos muy exquisitos. Compraron
para tomarlos a la vuelta y llevar algunos a casa. La dependienta guardó la
compra hasta que volvieran de regreso.
Y, atravesando parte de Salento,
descendieron al Valle de Cocora. A la izquierda de la carretera, un profundo
valle que conduce ríos como el Cocora que viene de Tolima, Departamento cuya
capital es Ibagué, parada obligatoria de La
Gacela, el autobús que sale de Sevilla-Valle y llega a Bogotá tras más de
ocho horas de viaje, la carretera sobre abismos, recorre un paisaje admirable;
el río Quindío que bordea Armenia y hace del valle un cuento de hadas. Era otro
momento de belleza que el viajero estaba viviendo.
Terminado el descenso, se encuentra el
viajero con las famosas Palmas de Quindío,
rectas como flechas, con un pequeño penacho en la punta, algunas arropadas con
otros árboles frondosos porque, como los humanos, no aman la soledad. Y alguna
perdida en la última cumbre, solitaria, esbelta, soñadora, contradiciendo lo
dicho anteriormente. “Quizás la excepción
que confirma la regla”–pensó el viajero. Doña Tulia, mamá de Nancy, muy
observadora, también supo ver esa excepción en la cúspide de una montaña. Una
palma de Quindío contemplaba el valle desde la cima más alta.
La temperatura era muy agradable.
Descendieron en busca de las truchas. Alevinos y de tamaño considerable –hasta
doce libras–, esperan el alimento que, tanto grandes como pequeños arrojaron a
los criaderos, junto al río, en el profundo valle que riega constante, y se
pierde entre arboledas tupidas como una pequeña selva, en busca de un hermano
mayor que necesite acrecentar su caudal en épocas de pocas lluvias.
Vistas de la plaza de Salento, Parroquia y monumento al fundador de la villa. |
Subieron hasta la plaza, un cuadrado
casi perfecto. A ella desembocan cinco calles. Un jardín cuadrangular, de
menores dimensiones que la plaza, con vetustos árboles, más de una docena de
palmas de Quindío y un abeto sombrean todo el conjunto. Alrededor del mismo,
los puestos de souvenirs y otros objetos
dan vida al ambiente. Es una mañana soleada que invita a pasear.
En un lateral se encuentra la iglesia,
majestuoso, en su sencillez, el exterior; el interior de tres naves, columnas
imitación de mármol y capiteles con adornos dorados. Un Cristo, atado a la
columna y caído en el suelo, escucha las oraciones de un grupo de personas. En
frente de la iglesia, el Ayuntamiento. Casi en el centro, hay una estatua en
honor de Simón Bolívar que estuvo en Salento el 5 de enero de 1830 y salió
hacia Margarita, vía “Boquerón” al día siguiente, como reza la leyenda. Así
mismo, hay un busto homenaje a Pedro Vicente Henao, el fundador de la ciudad. Y
pensó el viajero que los Henao tenían dotes de fundadores en ese Departamento.
La placa está firmada por más de una veintena de firmas ilegibles. El Ayuntamiento
y las casas que rodean la plaza, así como también los aleros y balcones torneados,
las puertas y zócalos están pintados de llamativos colores que dan al lugar una
ambiente moderno y festivo. Es muy agradable pasear en esas horas de la mañana
y mucho más a la caída de la tarde.
Hermosa vista de
la iglesia y casas de la plaza (Salento).
Una joven ataviada con el traje que
utilizaban para recolectar el café –falda negra y cintas en los bajos,
amarilla, azul y rojo; la blusa blanca y
bordada en el pecho–, les daba la bienvenida.
Y tomaron la calle Real. El viajero no
había visto nunca tanto colorido y tan alegre en fachadas, puertas, ventanas y
balcones torneados. Abundan los rojos, verdes, blancos, amarillos, anaranjados,
azules... Pero ninguno hiere la vista. Es un todo armónico, diferente, cálido
como las pinturas naif, de infinita inocencia; como el viajero imagina a las
personas que pasean tranquilamente, entran y salen en diferentes comercios
–también un mundo en color que invita a permanecer–. Un pueblo –típico de la
época colonial, de gusto antioqueño–, de ensueño, de un cuento de hadas, donde
hasta las casas sueñan. Y no exagera el
viajero. Ese sentimiento delicado que experimentaba le daba vida, sosiego y una
ansiada paz en ese ambiente antes desconocido.
Un grupo de música vocal, interpretó
dos canciones que el viajero escuchó. Una de ellas le gustó y le entristeció:
“Pueblito viejo”. “Morir aquí en tu suelo, /bajo la luz del cielo que me vio nacer”.
¡Qué lejos estaba el viajero del suyo! Aunque se sentía feliz, tuvo nostalgia.
Tampoco ese año estaría en sus Fiestas que celebra en agosto y era el día 15,
Nuestra señora de la Asunción, la fiesta de la Patrona de su pueblo, bajo la
advocación de Nuestra Señora de los Remedios. El viajero se encontraba en
Salento. Al regresar por la tarde,
volvió a ver al grupo intérprete, y
felicitó a los tres componentes: dos jóvenes y una joven.
Al fondo de la calle Real, hay una
larga y empinada escalera que comienza a los mismos pies del restaurante Venga le digo, en que comieron. Gente de
todas las edades y condición subían y bajaban aunque son muchas los peldaños
que conducen a un mirador.
Y terminada la animada comida, en un
ambiente muy familiar, el viajero se adelantó al resto de acompañantes y
ascendió la larga escalinata (265 escalones) para contemplar el paisaje desde
la altura. Siendo bello, no era muy diferente del que se podía contemplar desde
el restaurante. Sin embargo, desde El Mirador,
ubicado en la otra vertiente de la colina, le ofreció el valle la mejor vista,
inolvidable: Cocora, la Cordillera Central de Los Nevados y el casco urbano del
pueblo de Salento, defendido por alguna palma solitaria y la torre de la
iglesia.
Es difícil describir tanta belleza. No
tiene el viajero recursos ni palabras para dar vida a cuanto vio. Es verdad que
intenta hacerlo lo mejor posible, pero no está acostumbrado a paisajes como el
que contempló. Y recordó unos versos de un poeta de Cali (Colombia) que dicen,
referidos al paisaje:
De
tanto mirar nubes cambiando de colores
en
los atardeceres apacibles del valle,
de
tanto ver la luz rosada en el Nevado,
lentamente
el anciano se convirtió en paisaje.
Visitó el viajero las tiendas de
artesanía, en una “traboule”, que dicen los franceses (o callejón sin salida), como
las de de Lyon o de Fez –que el viajero ha visto–, donde se encontró con Nancy,
a quien parecieron demasiadas las escaleras para subir al Mirador. Eran bellos e innumerables los objetos expuestos a la
venta, muchos de ellos hechos en guadua. Las guaduas son grandes cañas, como
las de bambú, resistentes y gruesas. Se las considera el árbol nacional.
En la plaza, reunido el grupo, compartió
el viajero unos helados y refrescos. Era apacible la tarde y sería siempre
bella y nostálgica en su recuerdo. El viajero deseó volver a verlo. Pero hay deseos
que solo son sueños, otros que son necesidades y algunos que son simplemente
utopías. ¿En cuál de ellos se podría clasificar el suyo? No lo sabía. Pero de
algo estaba seguro. Había vivido unas horas en un pueblo que, rara vez,
volvería a ver otro igual o semejante –aunque
supo que en esto se equivocaba: hay
muchos pueblos en Colombia más hermosos que Salento; a gusto del viajero,
ninguno como Jardín–. Cerró los ojos. El viajero no se
atrevía a pedir un deseo. Hubiera sido romper aquella magia. Simplemente, quiso
hacer como cuando a Nancy le pregunta: “–
¿En qué piensas?” y ella responde: –
“En nada”, cosa para él imposible. Pues consciente o inconscientemente siempre
pienso en algo. Y muy frecuentemente es ella la que llena sus pensamientos. Y,
en esos momentos, los llenaba Salento.
¡Oh
pueblo de Salento!
que
como un libro mágico leí:
un
verdadero cuento
que
era real, y vi.
Y
fue el valle la página que abrí,
la
primera, Salento;
y
la segunda el río –cristal de plata–,
discurre
limpio y lento.
Allí,
el alma sensata
disfruta
de tranquila paz y grata.
Es
tu calle Real
un
himno a la belleza, a la alegría
y
al color boreal.
Cuando
amanece el día,
pintas
de color la monotonía.
Yo
nunca había visto
un
pueblo como tú: respiras vida.
Con
extrañeza, asisto
–mi
alma a ti unida–,
a
una visión real, desconocida.
Y
nutren el Quindío
nieves
frías de los altos Nevados.
¡Qué
solo baja el río!
¡Qué
tapiz de arbolados!
¡Matices
de colores dibujados!
El
cóndor sobrevuela
el
cielo sin mancha, inmaculado.
Un
negro centinela
que
mira, extasiado,
el
niño que lo ve tan alejado.
Altas
palmas de cera
–que
también son llamadas de Quindío–,
y
el sabio Humboldt fuera,
en
un lugar umbrío,
quien
las descubriera. Era el estío.
De
la historia me fío.
Y,
al verlas, que llegan hasta el cielo,
su
tronco liso y frío,
sus
copas, un pañuelo,
mi
recuerdo es deseo y es anhelo
de
nobles ideales
porque
ellas al cielo se levantan.
No
hay árboles iguales
y nuestros ojos atan
a
la sola beldad que ellas acatan.
Crecen rectas y bellas
en
el tranquilo valle de Cocora.
No
hay entre ellas querella
y
el tiempo es un ahora
porque
el reloj se olvida de la hora.
Salento
es su dueño.
Cocora
es la niña de sus ojos:
es
un lugar de ensueño,
de
deseo y antojos,
de
besos, de abrazos, de desenojos.
Y
yo te paseé,
junto
al amor que venía a mi lado.
En
tu iglesia recé.
Tu
música me has dado
y
tu adiós de color enamorado.
Y
al caer de la tarde,
mi
alma vestía el agradecimiento.
Y
mi memoria guarde
el
hondo sentimiento
que,
orgulloso, me diste tú, Salento.
Quiso dormírsele el pensamiento y eso
hubiera querido el viajero. Pero no siempre podía. Juan, su ahijado, fue su
preocupación en el camino de vuelta, procurando que durmiera plácidamente como,
en realidad, lo hizo. Y, después de tanta belleza, nada más hermoso que el
sueño de un niño inocente.
ANTONIO
MONTERO SÁNCHEZ
Maestro, profesor de Filosofía y
Psicología
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